
Para ilustrar la validez de su teoría acerca de la relatividad aplicada al tiempo, Albert Einstein solía poner como ejemplo el hecho de que una hora junto a la persona amada parece un minuto, mientras que un minuto con la mano puesta sobre un horno al rojo vivo es como una hora para quien lo padece. Cursiladas y obviedades aparte, lo que parece olvidar el científico alemán es que una hora dura exactamente sesenta minutos y cada uno de estos minutos está integrado por otros tantos segundos. Ni uno más ni uno menos.
No obstante, una realidad tan fácil de constatar con la simple ayuda de un reloj o de un cronómetro para los más puntillosos, no parece ser universalmente aceptada y, existe un creciente número de personas para las que el chascarrillo de Einstein se ha convertido en dogma de fe.
Para estas personas, cuando una persona convoca a las diez para una cena, una fiesta o una lectura colectiva de "Meditaciones de un moñigo en altamar", en realidad y a pesar de su patente literalidad no quiere que haya ser humano alguno en un kilómetro a la redonda antes de las diez y medía. Esgrimen con sorprendente seguridad el argumento de que "nadie va estar allí a las diez en punto" y que, además, llegar con puntualidad, "sienta mal" al convocante, ya que "no cuenta con ello" y, seguramente, "andará con todo manga por hombro". Las razones de tan firmes convicciones aún está por descubrir.
Otro detalle que sirve para detectar a estas personas es el aterrador concepto indeterminado de los, aprentemente inofensivos "cinco minutos". Lo que, para una parte de la población mundial son trescientos segundos, para los relativistas temporales pueden ser horas o, incluso, días. Si, pongamos por caso, alguna seguidora de las teorías einstenianas anuncia que "estará lista en cinco minutos", es perfectamente posible que una hora después, la susodicha ande aún en traje de Eva, con la tranquilidad por bandera y sin percatarse de que las manecillas del reloj han desmentido hace ya un buen rato su afirmación inicial. Cualquier petición de explicaciones acerca del dislate horario será desmantela con referencias a la ausencia de paciencia, la poca flexibilidad y el carácter agrio y desagradable del peticionario.
Sin embargo y por razones de equidad, no sería justo cargar las tintas únicamente sobre esta gente y culparlos en exclusiva de convertir el tiempo en causa de conflicto grave, perturbando su tradicional naturaleza contemplativa y pasajera. No poca culpa de la fabulosa expansión de la impuntualidad la tienen quienes no comulgando con estos comportamientos, se dejan llevar por la corriente y, en lugar de dejar que el impuntual de turno llegue cuando le plazca y padezca él solo las miradas de censura de los que no se han pasado el tiempo ajeno por el arco del triunfo, decide esperar a que su tiempo y el propio coincidan y, juntos, apechuguen con el merecido temporal en una peligrosa e incomprensible perversión del síndrome de Estocolmo. Desconfiad de los impuntuales. Su mal es contagioso.