martes, 25 de septiembre de 2007

Alquimia


A veces, es mucho más sugestivo el modo en el que una historia está contada que la historia en si misma. Una mal director puede destrozar un buen guión y, del mismo modo, un realizador con hechuras y buena cintura puede crear algo grande desde la misma nada. El francés Alexander Aja es un buen ejemplo de este tipo de directores y su película "Alta Tensión" el prototipo de película sin entidad ni contenido que alcanza categoría de mito gracias a la sabiduría de quien la realiza.

Nada en el argumento de "Alta tensión" parece interesante, a menos que uno sea un aficionado al cine de terror. Casa solitaria. Familia que duerme confiada. Asesino en serie con afición por las armas blancas. Sangre. Asesinatos. Persecuciones. Sin duda, nada nuevo bajo el sol. Cualquier espectador potencial sin interés por este tipo de historias, pasaría página y no gastaría un céntimo en contemplar lo que dicho argumento pudiera dar de si. Cometería un error, pero, indudablemente, es un error comprensible.

Del mismo modo que los antiguos alquimistas lograban convertir el plomo en oro, Alexander Aja crea una película modélica en su genero con tan magros y trabajados mimbres. El cesto no es, desgraciadamente, perfecto y, sobre todo en su parte final, la película se contorsiona innecesaria y dolorosamente para provocar la sorpresa en el espectador. Sin embargo, la maestría que hasta ese momento acredita el realizador francés consigue que aceptemos pulpo como animal de compañía e, incluso, veamos con cierta benevolencia los excesos que lastran este tramo final. Excesos que, al parecer, fueron una exigencia del megalómano y exorbitado Luc Bresson, productor, por cierto, de la película.

Todo lo que acontece en la película ha sido visto antes. Los asesinatos, las persecuciones, los momentos de calma que preceden al estallido de la tormenta. Sin embargo, todo es, a su vez, novedoso. ¿Cuantas veces en las películas de terror, un personaje, oculto en un servicio público ha sufrido en silencio el lento e inexorable acercamiento del asesino mientras las puertas que preceden a su escondite son abiertas de par en par? Sin duda, docenas. Sin embargo, el grado de horror, de insoportable tensión que genera la modélica planificación de la escena por parte del director francés hacen que nos parezca asistir a algo nuevo y original. La secuencia mencionada y otras como el acoso en el invernadero o la aterradora secuencia en la gasolinera son, sencillamente, prodigiosas. Su cámara es de un clasicismo soberbio. Aja no necesita de angulaciones imposibles, contrapicados gratuitos o frenéticos montajes. Los numerosos momentos violentos de la película (Terribles, de una crudeza difícilmente soportable) están rodados casi en plano fijo, sin escatimar detalles. Los encuadres, la lograda fotografía, la elegancia que imprime a los movimientos de su cámara. Su labor es modélica en todos los aspectos.

Aja demuestra ser, además un espléndido director de actores y logra de sus intérpretes unas actuaciones de sorprendente intensidad. La intrépida Marie (Cecile de France) logra con su contenida y física interpretación que nos sintamos, en todo momento, parte de su espeluznante experiencia. La seguimos por el bosque, acompañamos su huida por la casa asaltada y contenemos con ella la respiración dentro del armario. Todo con tal de evitar que el enigmático asesino (Philippe Nahon) logre encontrarla y acabar con ella. De este sanguinario personaje poco sabemos durante la mayor parte del metraje. Sabemos lo que hace, el modo en el que lo hace y que es mejor que no nos encuentre. Intuimos su aspecto, su corpulencia, su estrafalario aspecto, pero apenas le vemos. Escuchamos sus pasos, lentos y pesados, su respiración asmática, pero sería imposible describirlo. Es exactamente esa imprecisión, esa sensación de que puede ser cualquiera la que consigue que nos ovillemos en la butaca cada vez que sentimos o, difusamente, intuimos su aterradora presencia.

La película de Alexander Aja no es un espectáculo para todos los públicos. Es violenta, salvaje y, por momentos, la tensión (pocas veces un título ha sido tan acertado) resulta francamente insoportable. Sin embargo y aunque sea difícil de creer para quien no la haya visto, es una gran película, quizás la mejor del género en los últimos diez años. Y tras sus imágenes, se encuentra uno de los realizadores más personales y elegantes actualmente en activo. Parece mentira que pueda usarse la palabra elegancia para referirse a una película de estas características, pero, también parecía imposible que el plomo se convirtiera en oro y, al parecer, los alquimistas lo lograban.

viernes, 21 de septiembre de 2007

El juicio del siglo


Que los Estados Unidos son la tierra de las oportunidades, es algo incuestionable. Allí todo el mundo tiene su momento de gloria. Para bien o para mal, cualquiera es capaz de convertirse en noticia o, incluso en una celebridad, bien por una casualidad o por voluntad propia. El último en apuntarse a este carro ha sido Ernie Chambers, senador por Nebraska que ha presentado ante los tribunales del estado una demanda contra Dios. Ni más ni menos.

Según este caballero de estrafalaria apariencia (Buenafuente lo definió como un cruce entre Morgan Freeman y el abuelo de Heidi), el denunciado ha provocado"muertes generalizadas, destrucciones y ha aterrorizado a millones y millones de habitantes de la tierra, incluidos bebés inocentes, niños, ancianos y enfermos, sin ninguna distinción". Además, tamañas monstruosidades las ha llevado a cabo sin demostrar la menor compasión ni un mísero asomo de remordimiento, lo que hace temer la reincidencia del sujeto en comportamiento similares o, incluso, peores, ya que "la conducta pasada y la historia del demandado hace ver que sus amenazas terroríficas son creíbles".

Dado el carácter ubicuo y omnipresente del demandado, el "defensor de los oprimidos", como es conocido Chambers entre sus conciudadanos, ha intentado citarlo, sin éxito ante el tribunal a través de invocaciones y llamamientos del estilo de "manifiéstate, manifiéstate, donde quiera que estés". Viendo que así no iba a ninguna parte, el senador ha optado por convocar a personas de "varias religiones, denominaciones, y cultos que, de manera notoria, reconocen ser agentes del demandado y hablan en su representación" para que el demandado no sea juzgado en rebeldía. Aunque parezca increible, la demanda ha prosperado y ha sido admitida a trámite por el tribunal. Con dicha decisión, tomada al parecer sin el concuros de sustancias estupefacientes, los miembros del juzgado han dado carta de naturaleza al objetivo primordial del senador Chambers y que no era otro que acreditar que "cualquiera puede denunciar a cualquiera, incluso a Dios".

Toda la historia es, por supuesto, un despropósito ilimitado que únicamente puede producirse en un país como los Estados Unidos, donde, efectivamente y como ya se sabía antes de que Morgan de los Alpes montara este circo, puede caer una demanda contra cualquiera y por cualquier motivo. En Estados Unidos, existe un abogado por cada 300 personas y la demanda indiscriminada es, junto al béisbol, el deporte nacional. Desde las multinacionales hasta el vecino de enfrente. Todos pueden, de repente, encontrarse frente a un tribunal por realizar determinadas prácticas sexuales en su propia casa o por servir el café demasiado caliente. Y muchas, hasta las más absurdas como ésta, son tramitadas e, incluso, en ocasiones, triunfan, haciendo bueno aquel dicho en virtud del cual cuanto mayor es el número de abogados menor es la importancia de la justicia.

Sin embargo, sería injusto no reconocer al senador que la idea que plantea es, cuanto menos, interesante. Suponiendo que exista y que no sea, como dice Feuerbach, una creación del hombre a su imagen y semejanza, si fuera posible llevar a Dios a juicio, ¿sería declarado inocente? Indudablemente y de manera prevía, debería acreditarse que ha realizado actos delictivos, bien de manera directa, bien mediante inducción, pero, en mi opinión y únicamente echando un vistazo a la mitología bíblica o a hechos históricos pretéritos y actuales, eso, no sería problema. Pueden contarse por millones los hombres y mujeres que han muerto por su acto directo, en su nombre o a manos de quienes lo ostentan. El escritor británico C.S. Lewis, católico fervoroso, llegó a escribir que, "por sus actos, Dios puede pasar por "un sádico del cosmos que nos golpea en la única vida que conocemos hasta grados inimaginables. ". Hijos, parientes, civilizaciones enteras arrasadas por un quítame allá ese becerro de oro o esa media luna. Sin dudar ni un minuto y sin apelación posible.

Si dejamos a un lado el dolor y el sufrimiento físico y nos centramos en el espiritual y subjetivo, Dios tampoco sale muy bien parado. Y no sólo por ese conformismo vital basado en el más allá que ha sido predicado desde siempre, dando lugar a un efecto placebo cuya base argumental es un castillo de naipes, sino al destierro al que ha condenado a la razón con ese curioso invento de la fe. Apoyándose en ella, es posible aceptar todo y en consecuencia, es estéril quejarse. Y no sólo porque lo ocurrido es irreversible sino porque, además, no tienes la capacidad de acercarte siquiera a comprenderlo. Dicen que los caminos del Señor son inescrutables y, por consiguiente, incomprensibles por nosotros, pero somos precisamente nosotros los que deambulamos por ellos. No estaría de más el saber por donde vamos.

Desde mi punto de vista, no son, en consecuencia, pocos los hechos que podrían imputársele y no me parece que ese hipotético juicio fuera a ser un camino de rosas para Él. Son demasiadas cosas, demasiadas injusticias y golpes de efectos vacíos de contenido los cometidos desde el principio de los tiempos. Sin duda, éste sí que sería el juicio del siglo y no el de O.J. Simpson. Lo malo es que al igual que ocurrió en el de este último, al final y a pesar de las pruebas en su contra, lo salvarían sus abogados. Como llevan siglos haciendo.

domingo, 16 de septiembre de 2007

Imaginemos


En su huida del tedio que la rodea, nuestra sociedad está empezando a quedarse sin escondites. Leer, trabajar, viajar, escuchar música, hacer el amor, tomar copas, todo eso se nos queda corto. Cada vez con mayor asiduidad, surgen fórmulas alternativas de ocio que nos desvinculan de la saturada y fastidiosa senda del "día a día". La mayoría de las veces se tratan de actividades más o menos inofensivas para terceros que se limitan a estirar al máximo el flujo de adrenalina que dispara lo desconocido o arriesgado. Sin embargo, hay ocasiones, en las que sencillamente, se cruza la linea.

Recientemente he leído que, en la zona fronteriza de Méjico con Estados Unidos está popularizándose una actividad que responde al nombre de "caminata nocturna". Dicho programa consiste en convertirse por una noche y a cambio de unos 500 pesos (15 euros al cambio) en un auténtico y genuino "inmigrante". Durante unas dos horas, los participantes se dedican a evitar las patrullas policiales, a recorrer centenares de metros hundidos en el fango o sumergirse en túneles impracticables para sentir la tensión y el miedo que sufren diariamente los centenares de mejicanos que se juegan la vida para alcanzar una algo mejor en un país más próspero que el suyo o, al menos, en el que tienen previsto vivir una vida mejor. Por supuesto, en esta actividad, todo es falso: los policías, las sirenas, las carreras perseguidos por los perros. Si una patrulla te descubre, a pesar de los gritos y de desaparecer dentro del coche, nada impedirá que a las dos horas justas, el capturado espere a sus compañeros en el punto de encuentro con una José Cuervo en las manos y el motor del coche preparado para volver pronto a casa.

Frivolizar sobre un drama que afecta a cientos de personas que abandonan todos los días familia e hijos a la búsqueda de una oportunidad es, cuanto menos, ofensivo. Imaginemos por un momento que en vez de la frontera mejicana, estuviéramos hablando de la costa de Algeciras. Imaginemos que la caminata, en vez de ser por tierra, fuera por mar. Imaginemos que, a cambio de unos euros, una empresa explotara una actividad diseñada para sentir la emoción de navegar en precario equilibrio sobre una de esas pateras tan chulas que cruzan el estrecho un día sí y otro también. Todos juntos, con la brisa acariciando tu rostro y la espuma de mar salpicando todo a tu alrededor. Podría incluso organizarse la aparición estelar de una lancha de la policía que intentara detener nuestro vehículo. Incluso soltar algún disparo que otro, para crear el ambiente adecuado. Si caes al mar, no hay problema, uno de nuestros buzos, te recogerá y te dejará en la costa con un platito de bienmesabe y un fino para que esperes a tus amigos. "Llega donde otros no llegan" podría ser un buen mensaje publicitario.

No sé si será porque me estoy haciendo viejo, pero cada día comprendo menos las cosas que pasan. Me resulta imposible entender que alguien pueda encontrar el menor interés en algo así. Y, sin embargo, docenas de personas se apuntan a estas payasadas, pagan sus 500 pesos y pasan la noche haciendo el moñas por el desierto mientras se dan codazos cómplices los unos a los otros, frotándose las manos sólo de pensar en lo que esta historia va a dar de si cuando la cuenten en la oficina a sus aburridos compañeros. Probablemente, a cien metros de donde esta panda de amapolas se detienen a tomar un Gatorade para recuperar el aliento, unos cuantos compatriotas suyos, sedientos, desorientados y completamente aterrorizados hayan iniciado su senda hacia la muerte, pulverizados por el inclemente sol del desierto. Así se atraganten todos estos caminantes de pacotilla con su bebida y les devoren los coyotes. Por capullos y por aburridos.

jueves, 13 de septiembre de 2007

Otom al ata oít im



En el menú de la boda en la que estuve recientemente, estaba escrito en perfecto castellano: ternera en su salsa con boletus confitados. Ante tan apetecible panorama, es fácil comprender mi perplejidad al constatar que lo que estaba comiendo era, sin lugar a dudas, cerdo. Interrogado al respecto, el camarero asignado a nuestra mesa y sin que se le moviera un solo pelo de su cabeza me informó de que, allí, al cerdo lo llamaban ternera. Con un par.

Algo similar ocurre en ocasiones con los directores de algunas películas: te venden como "manifestación artística de carácter cinemátografico" lo que no es más que basura putrefacta. Sin ir más lejos, "Irreversible", lo que el director argentino Gaspar Noé filmó en Francia en 2002 y que yo he tenido la desdicha de ver hace unos días es un claro ejemplo de esta afirmación. En muy pocas ocasiones he podido encontrar algo tan estúpido, pedante, amanerado, repulsivo, amoral e imbécil en una pantalla de cine como lo que se muestra en esta nauseabunda sucesión de imágenes.

Voy a intentar explicarme. "Mi tío ata la moto" es una frase simple y estúpida. Y lo sigue siendo aunque la escribamos al reves, en mayúsculas o cambiando anarquicamente el orden de las letras. De donde no hay, nada puede salir por mucho que se quiera intentarlo. Al argumento de esta sucesión esquizofrénica de imágenes no puede dársele mayor profundidad que a las aventuras de mi tío con su moto: una joven (Monica Belluci) es violada en una calle de París a la salida de una fiesta y su novio (Vincent Casell) junto a la antigua pareja de aquélla (Albert Dupontel) intentan localizar al culpable y vengarse. Punto.

Eso sí, la historia está contada al revés y lo primero que observamos en la pantalla es la consumación de la venganza. No existe una verdadera razón para ello y, en mi opinión, no es más que un artificio para despistar al espectador y que juega en contra de la propia película. El propio Noé ha intentado explicarlo sin éxito. Según el realizador argentino, con estas imágenes "pretendo describir el vínculo ancestral entre la herida y la venganza. La venganza es irreversible. Como la herida. Como todo acto. Como todas las cosas". Perogrullo estaría orgulloso de esta afirmación.

En "Irreversible" todo es un horror bíblico. Desde sus aparatosos títulos de crédito hasta la insoportablemente babosa y relamida secuencia final. Las carencias artísticas y técnicas del amigo de Perogrullo son insondables. Todo está espantosamente planificado (la primera secuencia en el hotel, con movimientos de cámara copiados del "Caiga quien Caiga" es antológica), mal iluminado (cortesía del propio Noé), horriblemente interpretado (sobre todo Cassel, histérico, sobreactuado, incluso cuando no tiene el menor motivo para estar nervioso o enfadado) con unos diálogos ampulosos, llenos de pretensiones y con menos enjundia que los de Gloria Fuertes en una tarde de resaca (indescriptibles la payasadas que se dicen unos a otros en la soporífera e innecesaria secuencia en el metro entre los tres protagonistas).

Noé, a pesar de pretender impactar en todo momento con sus idioteces de cuarta regional, siempre opta por lo fácil a pesar de sus aires de cineasta rompedor e iconoclasta. En su película, siempre parece tener dos caminos y ante la senda de la sugerencia, requiebra con mucho artificio y se lanza a caballo desbocado por la senda de lo gráfico. Obviando la elegancia de la elipsis, Noé lo muestra todo y sin ahorrar detalles. La secuencia de la violación o el momento en el club nocturno son de una crudeza sin igual, pero su efecto es como el de los huevos podridos en la nevera. Al abrirla, el olor te envuelve y la arcada asoma. Cuando se cierra, el aroma puede durar unos segundos, pero se olvida enseguida. Como le pasa a este pésima y presuntuosa pélicula sin el menor atractivo. Quedan advertidos.

sábado, 8 de septiembre de 2007

Ni sexo ni violencia


Viendo algunos de los programas que se emiten actualmente en la televisión, he llegado a la conclusión de que, en este momento, no hay divisa de mayor valor en nuestra sociedad que la humillación. Ni el sexo ni la violencia mueven las masas como lo hace la exhibición de nuestros semejantes en las actitudes más denigrantes e indignas. Los programas basados en la burla, el escarnio y el linchamiento moral acumulan semana tras semana los primeros puestos de audiencia en nuestras televisiones. Da exactamente igual cual sea el sexo, color, capa social o edad del humillado, cualquiera es válido si lo vemos sufrir el linchamiento verbal o físico que corresponda en cada emisión.

En la prehistoria de las televisiones privadas, el becerro de oro era el sexo. Las Mama Chicho, los programas de Bertín Osborne o los desnudos en los espectáculos de Pepe Navarro eran los puntos más álgidos de las programaciones televisivas. Las emisiones en codificado de las películas pornográficas que emitía Canal Plus tenían más audiencia que los telediarios del mediodía. Con el tiempo y fundamentalmente gracias al libre acceso a la pornografía a través de Internet, el peso cuantitativo del sexo en nuestras programaciones se desdibujó sensiblemente en beneficio de la violencia. Los telediarios comenzaron a emitir imágenes que nunca antes se hubieran atrevido sin la falsa prudencia de avisar acerca del contenido de las mismas. Los programas de videos giraron sobre si mismos y dejaron de premiar los de niños asiáticos o toros en caída libre y empezaron a encumbrar los brutales accidentes automovilísticos que sucedían en el mundo o las palizas que propinaban policías de muy diversos países a sus presuntos defendidos o, en su caso, posibles delincuentes. Las líneas de lo violento se difuminaron y no era raro que las televisiones programaran películas de alto contenido en violencia a las horas más intempestivas o como prólogo a algún programa infantil.

Ahora y aunque el sexo y la violencia siguen estando en primera linea de fuego, su poder de convocatoria se ha visto seriamente afectado por la brutal acometida de los programas basados en la humillación. La gente ya no ve "Gran Hermano" para observar una teta furtiva durante la ducha comunal. Ahora, lo que realmente vende es ver a la pandilla de crápulas asociales que se presentan a este tipo de programas recoger estiércol en una piara de cerdos. El espectador disfruta cuando un grupo de famosos de cuarta regional son enviados a una isla a comer pescado crudo, sufrir insolaciones o verlos llorar como becerros camino del matadero porque tienen hambre y sed. Las audiencias revientan cuando un adulto se ve obligado a decir a la cámara que no sabe más que un niño de primaria o cuando una mujer de cuerpo escultural y cerebro de piedra confunde a la vicepresidenta del gobierno con Teresa de Calcuta. Casi es posible escuchar el rugir del público cuando la sangre del vejado es, por fin, derramada.

Con todo y con eso, lo peor no es que nuestra sociedad demande este tipo de comportamientos. Lo verdaderamente escalofriante es que las víctimas de estas vilezas, acuden al patíbulo con la sonrisa puesta y la camisa anudada a la cintura para que los golpes luzcan mejor ante las cámaras. Las cosas que se llevan a cabo frente a los focos de un estudio de televisión, no las harían en su día a día los felices vapuleados ni aunque lo exigiera un juez sentencia en mano. Sin embargo, es aparecer la cámara y una anciana señora no duda un instante en informar al país de las carencias sexuales del marido que, sentado a escasos metros, parece asentir con cierto pesar, para regocijo del público presente. El descomunal obeso que queda colgado de una barra como una mortadela en sus vanos intentos de llevar a cabo una flexión de brazos para ganar unos euros a la del cerebro de piedra, sonríe como un imbécil y mira a la cámara para que sepamos sin sombra de duda que, además de gordo, está allí, colgando como un ajusticiado para nuestro regocijo. No necesitamos ni que lo maten, ni que lo desnuden. Con verlo, nos basta. Brillante futuro nos espera con estos mimbres.

jueves, 6 de septiembre de 2007

Nessun dorma

El único modo de conocer exactamente la inconcebible calidad que atesoraba Luciano Pavarotti en su garganta es escucharlo en cualquiera de sus múltiples grabaciones y, posteriormente, comparar lo oído con las interpretaciones que, de las mismas piezas, efectuaron sus contemporáneos. Sólo entonces es posible comprender que a donde llegaba el enorme artista hoy fallecido, nadie podía alcanzar.

Desde su debut con apenas 26 años, Pavarotti demostró ser una fuerza de la naturaleza. La enorme facilidad con la que alcanzaba los más vertiginosos tonos dejó estupefactos a cuantos acudieron a presenciar su primera interpretación del que, posteriormente se convertiría en uno de sus papeles más conocidos, Rodolfo en "La bohéme", de Puccini. El romántico y soñador pintor enamorado de la inocente Mimi era un verdadero regalo para la conmovedora belleza de su voz. Desde entonces y hasta su retirada de los escenarios en 2004, el tenor italiano ha paseado su enorme talento por todos los grandes teatros de ópera del mundo fascinando a público de todo tipo con uno de los repertorios más grandes de la historia. Y ello, sin haber aprendido en toda su vida a leer una sola de las partituras que interpretó en vivo, lo que no deja de ser una genial paradoja.

Reconozco que durante un tiempo le tuve vetado por su falta de principios y su afan lucrativo al participar en varios proyectos de dudoso gusto como la payasada aquella de los Tres Tenores o sus espantosas sesiones de "Pavarotti and friends" en los que gente como Bryan Adams o Sting veían arrasadas sus vocecillas por los 175 kilos de talento musical más grandes que han pasado por este mundo. Pero lo cierto es que cuando alguien te ha proporcionado tantos momentos de música en mayúsculas, es fácil perdonarlo todo.

Como otros muchos artistas geniales, no supo retirarse a tiempo y en los últimos años, Pavarotti ha sido noticia más por sus escándalos con el fisco italiano o su matrimonio con la que fuera su secretaria que por sus triunfos artísticos. En las pocas ocasiones en las que hemos podido escucharle cantar recientemente, hemos visto a un artista en caida libre. Inmóvil en el centro de los escenarios, resollando al menor esfuerzo y limpiándose el copioso sudor con su inseparable pañuelo blanco, le hemos visto como nunca antes lo habíamos visto, sufriendo lo indecible ante las notas que antes emanaban de su prodigiosa garganta como si se deslizaran por una pendiente. En la que denominó su "Gira de despedida", Pavarotti ha cancelado sus galas a docenas aquejado de un sobrepeso agudo y un cáncer de páncreas que, finalmente, ha logrado llevárselo al otro mundo. Prefiero no recordarlo así. Prefiero apagar la luz de mi cuarto, cerrar los ojos y que, esta noche, antes de que sea mañana y todo se olvide, sean sus discos magistrales los que rindan el homenaje que el gran artista que ha fallecido hoy merece de todos y cada uno de los amantes de la música. Nessun dorma.