sábado, 19 de enero de 2008

El efecto Einstein


Para ilustrar la validez de su teoría acerca de la relatividad aplicada al tiempo, Albert Einstein solía poner como ejemplo el hecho de que una hora junto a la persona amada parece un minuto, mientras que un minuto con la mano puesta sobre un horno al rojo vivo es como una hora para quien lo padece. Cursiladas y obviedades aparte, lo que parece olvidar el científico alemán es que una hora dura exactamente sesenta minutos y cada uno de estos minutos está integrado por otros tantos segundos. Ni uno más ni uno menos.

No obstante, una realidad tan fácil de constatar con la simple ayuda de un reloj o de un cronómetro para los más puntillosos, no parece ser universalmente aceptada y, existe un creciente número de personas para las que el chascarrillo de Einstein se ha convertido en dogma de fe.

Para estas personas, cuando una persona convoca a las diez para una cena, una fiesta o una lectura colectiva de "Meditaciones de un moñigo en altamar", en realidad y a pesar de su patente literalidad no quiere que haya ser humano alguno en un kilómetro a la redonda antes de las diez y medía. Esgrimen con sorprendente seguridad el argumento de que "nadie va estar allí a las diez en punto" y que, además, llegar con puntualidad, "sienta mal" al convocante, ya que "no cuenta con ello" y, seguramente, "andará con todo manga por hombro". Las razones de tan firmes convicciones aún está por descubrir.
Otro detalle que sirve para detectar a estas personas es el aterrador concepto indeterminado de los, aprentemente inofensivos "cinco minutos". Lo que, para una parte de la población mundial son trescientos segundos, para los relativistas temporales pueden ser horas o, incluso, días. Si, pongamos por caso, alguna seguidora de las teorías einstenianas anuncia que "estará lista en cinco minutos", es perfectamente posible que una hora después, la susodicha ande aún en traje de Eva, con la tranquilidad por bandera y sin percatarse de que las manecillas del reloj han desmentido hace ya un buen rato su afirmación inicial. Cualquier petición de explicaciones acerca del dislate horario será desmantela con referencias a la ausencia de paciencia, la poca flexibilidad y el carácter agrio y desagradable del peticionario.

Sin embargo y por razones de equidad, no sería justo cargar las tintas únicamente sobre esta gente y culparlos en exclusiva de convertir el tiempo en causa de conflicto grave, perturbando su tradicional naturaleza contemplativa y pasajera. No poca culpa de la fabulosa expansión de la impuntualidad la tienen quienes no comulgando con estos comportamientos, se dejan llevar por la corriente y, en lugar de dejar que el impuntual de turno llegue cuando le plazca y padezca él solo las miradas de censura de los que no se han pasado el tiempo ajeno por el arco del triunfo, decide esperar a que su tiempo y el propio coincidan y, juntos, apechuguen con el merecido temporal en una peligrosa e incomprensible perversión del síndrome de Estocolmo. Desconfiad de los impuntuales. Su mal es contagioso.

martes, 15 de enero de 2008

Un genio en la sombra


Es considerado el padre del cuarteto de cuerda y de la sinfonía tal y como hoy se conocen ambos conceptos. Fue profesor de Beethoven ("Algún día podré decir con orgullo que fui su maestro" escribió con acertada agudeza en una carta), el cual adaptó algunas de sus innovaciones estilísticas y formales para obras como la celeberrima sinfonía nº 9. Mantuvo con Mozart un debate musical basado en la admiración mutua que llevó al genio de Salzburgo a dedicarle sus cuartetos del 14 al 19. Mahler no hubiera concluido su sinfonía nº 4 si él, cien años antes no hubiera puesto punto y final a su sinfonía nº 50. Los deportistas alemanes compiten al ritmo de su himno nacional que no es otra cosa que la orquestación del segundo movimiento de uno de sus cuartetos para cuerda.

Compuso en sus setenta y siete años de vida, más de un centenar de sinfonías, algunos de los oratorios más perfectos de la historia de la musica, 83 cuartetos para cuerda, 72 sonatas para piano, 14 misas y 13 óperas, entre otras muchas obras. Y, a pesar de contar con tan vasto y ejemplar legado, el nombre de Franz Joshep Haydn esta, en la actualidad, rodeado de una bruma de desconocimiento para el público, ciertamente incomprensible. Incomprensible e injustificada, ya que una gran parte de su obra es de similar, cuando no superior calidad a la de sus ilustres cóetáneos. Consuela pensar que durante sus numerosos años de vida disfrutó de un prestigio y una fama que ya les hubiera gustado tener a muchos.

Con apenas ocho primaveras ya formaba parte del coro de la Catedral de Viena. No contento con cantar, tan pronto cambió la voz se dedico a los instrumentos y, en poco tiempo dominaba hasta el virtuosismo el violín y el teclado. El paso siguiente era evidente y, con veinte años comenzó a escribir algunas obras de enorme calidad que le abrieron el paso hasta la nobleza de la época. Es entonces cuando aparece en la vida del compositor, el conde Paul Anton Esterházy, miembro de la influyente familia del mismo nombre y para la que Haydn trabajó durante 30 años gloriosos en los que no dejo estilo o forma musical sin tocar con su mano maestra. De esta época son el oratorio "Las siete palabras" o las apabullantes "Sinfonías Sturm und Drang".

Cuando, en 1790, el príncipe Paul Anton, con escaso gusto por la música, imagino, decide prescindir, al menos en exclusiva de los servicios del compositor, Haydn recibe la invitación del empresario londinense, Peter Salomon para trasladarse a Inglaterra y componer cuanto se le antoje con cargo a su británico bolsillo. Nunca agradeceremos lo suficiente al amigo Salomon tan esmerada oferta. En Londres, Haydn es recibido con los mayores honores. El ambiente es sumamente favorable y el compositor da rienda suelta a su inspiración, rubricando algunas de sus mejores obras, como las conocidas "Sinfonías de Londres", colección de 12 composiciones que nadie debería morir sin haber oído, al menos una docena de veces.

Agotado su tiempo en Londres, Haydn regresa para morir en su Austria natal y antes de echar el cierre de su incalculable talento, aún tiene tiempo, con sesenta y ocho años cumplidos de regalar a la humanidad dos de los mejores oratorios de todos los tiempos, "La Creación" y "Las Estaciones". El esfuerzo debió de ser considerable, y durante los pocos años que mediaron entre tan titánicas composiciones y su muerte, el maestro compuso poco. Se dejó ganar por la muerte un 31 de mayo de 1809 y lo hizo, únicamente para no ver las calles de Viena arrasadas por los ejércitos de Napoleón. Si hoy levantara la cabeza y viera la oscuridad que rodea su obra, volvería a su tumba. Pero con la cabeza muy alta, como sólo los genios saben hacer.

jueves, 3 de enero de 2008

Todo se transforma



Apenas alcanza los dos centímetros y ya es el centro de nuestras vidas. Mi mujer y yo lo conocimos hace unas semanas. Hasta ese momento, su existencia era como la de Dios: más una cuestión de fe que una realidad palpable; alguien de quien personas con túnicas (blancas en este caso) nos hablaban como si ya lo conocieran. Alguien que no es visible y que se manifiesta a través de ciertos signos y acontecimientos. Alguien, en definitiva que es sin ser y que está sin estar. Cuando, finalmente, fue posible romper el velo y acceder el secreto, cuando la paternidad dejó de ser un anhelo o una meta y se convirtió en algo más que una posibilidad, en una realidad a corto plazo, las proporciones de todo se enmarañaron y enredaron y, desde entonces, no ha sido posible devolverlas a su cauce.

Nada hay más trascendental en la vida de una pareja que el nacimiento de un hijo. Las consecuencias de ello suponen una transformación de raíz en todo lo que, hasta ese momento, ha sido tu existencia. Es humano y comprensible que, aún deseando de todo corazón que este hecho se produzca, nazcan las dudas y los miedos. ¿Saldrá todo bien? ¿De verdad quiero sacrificar mi libertad, las ventajas que pone a nuestra disposición la existencia sin hijos? ¿Seré capaz de educarlo adecuadamente? ¿Será feliz? ¿Seré capaz de lograr que sea feliz? Negar que estas preguntas revolotean sobre tu cabeza es no ser sincero con uno mismo.

En realidad, no creo que nada se pierda con la paternidad. Para perder es preciso entregar algo a cambio de nada, formalizar un negocio gratuito, sin contraprestación alguna o no obtener ganancia de lo que uno ha hecho o proyectado. Nada de eso se produce cuando un hijo nace. Algunas cosas dejan de hacerse, es cierto, pero otras muchos toman su lugar y, en cierto modo, suponen una mejora respecto a lo anteriormente existente. La diferencia estriba en que aquellas cosas de las que hoy disfrutamos y que, momentaneamente, dejarán de llevarse a cabo cuando se produzca el nacimiento o, al menos, se harán de distinta manera, volverán con el tiempo, se transformarán nuevamente y sustituirán otros comportamientos que entonces se tornaron en habituales, sin por ello perder las que ganamos con nuestro hijo.

Es imposible no sentir las tripas anudarse la primera vez que escuchas que vas a ser padre, que dentro de unos meses, una criatura frágil y delicada saldrá a la luz enrabiado y lloroso y que alguien lo pondrá en tus brazos para ya nunca más soltarlo. Lo único que espero es que si como decía Stendhal, los hijos son acreedores dados por la naturaleza, no tenga yo nunca cuenta pendiente con él.