
Antes, quedar a cenar con unos amigos o con tu pareja requería únicamente de tres elementos: las mencionadas amistades y parejas, algo de dinero (incluso en efectivo) y un apetito razonable. Hoy en día, tan solo el primer elemento es imprescindible. El segundo está sobrealimentado y el tercero no es solo prescindible, sino, en la mayor parte de las ocasiones, un engorro. Ahora, las prioridades son otras.
En primer lugar, es necesario tener a mano un diccionario (preferiblemente de la RAE) para poder entender lo que el local ofrece en su carta (suponiendo que hayas sido capaz de abrirla, una vez despojada de sus lazos, sobres o doblados imposibles). No hay otro modo de entender el significado de términos como "alginato", "escamoles", "cocina deconstruida""reducción de Pedro Ximénez" o "emulsión de jazmín". Es perfectamente posible pedir algo llamado "ovoides y tubérculos al aceite de módena confitado" y encontrarte una tortilla como un castillo. Imprescindible ser de letras.
No pueden faltar tampoco las gafas de visión nocturna. En los restaurantes modernos, sobran velas y faltan bombillas. El elevado precio de los locales y de las peramanzanas japonesas ha llevado a los restauradores (que son como los mesoneros o taberneros de antaño, pero con estudios de postgrado), a vigilar muy mucho el coste de la luz y por ello, encargan a los decoradores de interior que diseñen espacios muy amplios y "minimalistas" (lo que antes se llamaba soso) con apenas dos lámparas y muchos espejos que reflejen la escasa luz y configuren sombras suficientes para dar la deseada impresión de gruta misteriosa que tanto gusta hoy en día.
Los walkie- talkies también deben acompañarnos en estas ocasiones. La moda de contratar "especialistas en ambiente" (que viene a ser un pinchadiscos de los de toda la vida pero con camiseta de Armani) logra casi siempre que la conversación se diluya entre el "lounge", el "trance" y el "ambient" que surgen de los altavoces situados detrás de cada tímpano. A menos que ensayemos para acudir a "Salsa Rosa" o "59 segundos" es casi imposible hacerse oír y mucho menos escuchar lo que la persona que, intuyes, tienes delante pretende decir. Como los camareros no llevan walkie- talkies, puede ocurrir que en lugar de la cerveza camboyana de malta solicitada, te sirvan un vino australiano de sabor y color indefinible.
Es indispensable que, antes de entrar en el restaurante, hayas solicitado aumentar el límite de tu tarjeta de crédito o, al menos hayas dejado tiritando el cajero de enfrente. Porque, aunque parezca mentira, el precio de la balaustrada de codornices escabechadas al gusto de la abuela sobre cuna de rabanitos y coulies de frambuesas salvajes de Malasia equivale al salario mínimo interprofesional. A poco que hayas pedido una botella de agua mineral gaseosa de mineralización equilibrada, la tranquila velada puede convertirse en un roto de considerables proporciones.
Por último, nunca, repito, nunca, debe acudir uno a estas cenas con hambre. La alimentación copiosa no está de moda. La comida debe ser microbiótica y, por contagio, microscópica. Poco, pero exquisito. Domina tu apetito y serás más feliz. Paga el gramo a precio de kilo. Abandonadas a su suerte en platos de colosales e innecesarias proporciones, las semillas de polen tostadas al aceite de manzana con perfume de Madagascar se tornan en meros aperitivos de bar de cuarta regional que dejan la cartera en estado terminal, la garganta como si hubiéramos hechos gárgaras con chinchetas y el estómago en mínimos históricos. Si es cierto que el hambre hace ladrón a cualquier hombre es muy recomendable evitar este tipo de restaurantes. Las tentaciones, cuanto más lejos, mejor.