
No soporto a Penélope Cruz. Y no es por seguir esa costumbre tan nuestra y tan estúpida, por cierto, de recelar y cargar contra lo propio. Simplemente no la soporto. Y me daría igual que fuera española, sueca o canadiense, rubia o morena, alta o baja, actriz o reponedora en un supermercado. En pocas palabras, su presencia en una pantalla me resulta inadmisible. Y no va a dejar de serlo por ser española o por ganar un Oscar.
En estos tiempos tan nacionalistas que vivimos, un servidor no se tapa con otra bandera que la del trabajo bien hecho. Dentro y fuera de nuestras fronteras, un buen número de españoles llevan a cabo su trabajo con una calidad extraordinaria y otro buen número de ellos hacen de la chapuza un arte y del marketing un arma de destrucción masiva. Sin salirnos del mundo del cine, personajes como Javier Bardem, Alejandro Amenabar o Pedro Almodovar han vuelto a España con un Oscar debajo del brazo y, con sus lógicos matices, existía una cierta coincidencia en catalogar el premio como merecido, en primer lugar y como entregado a un español en segundo. En el caso de Penélope Cruz eso, desgraciadamente, no ha sido posible. Y la razón es muy clara.
A diferencia de sus predecesores, Penélope Cruz es una artista limitada. Muy limitada, de hecho. Dejando a un lado su experiencia con Fernando Trueba en "La niña de tus ojos" y, con matices, su papel en "Volver", de Pedro Almodovar, nuestra flamante compatriota se ha limitado, durante toda su carrera, a pasear sus morritos por no menos de una docena y media de mediocridades absolutas y a pasar desapercibida en otras tantas buenas producciones acreditando una falta de destreza en la dicción ciertamente portentosa y, eso sí, haciendo gala de un poderío vocal y gestual ciertamente extraordinario.
Desde que descubrió que el histrionismo no era una infección cutánea, nuestra Pe se ha hinchado a gritar, gesticular y manotear en el aire como si le faltara el aliento o su compañero fuera sordo y ciego. Sus ojillos de cordero degollado han acompañado un fogoso encuentro sexual y no han sufrido mutación alguna cuando de leer la Biblia se ha tratado. En este sentido, su papel en la execrable "Vicky, Cristina, Barcelona" es puro Pe. Por si fuera poco, es antipática, agria y carece del menor rastro de estilo que le impida parecer la vecina del quinto en una mala mañana sin dedicar al asunto no menos de seis horas de modista, peluquero y maquillador
Lo que sí hay que reconocer a la niña es que ha diseñado su carrera con la precisión de un cirujano. A golpe de polvo, podríamos decir ( veremos lo que tarda en despachar a Bardem una vez lograda la reluciente estatuilla): hoy aparezco junto a esta estrella de Hollywood, mañana enredo a Isabel Coixet para que me dé un papel serio y académico y pasado me visto de monja para visitar el Sahara en compañía de un cowboy de rudos modales. Es evidente que el sistema ha funcionado a las mil maravillas y desde hoy, en la repisa de su salón descansa un premio que por el momento no lo ha hecho en las de Glenn Close, Annette Bening, Julianne Moore o Joan Cusack. ¿El primer Oscar entregado por la Academia para una actriz española? Sin duda. Ahora, ¿la mejor actriz secundaria del año? Por favor, un respeto a la profesión.
En estos tiempos tan nacionalistas que vivimos, un servidor no se tapa con otra bandera que la del trabajo bien hecho. Dentro y fuera de nuestras fronteras, un buen número de españoles llevan a cabo su trabajo con una calidad extraordinaria y otro buen número de ellos hacen de la chapuza un arte y del marketing un arma de destrucción masiva. Sin salirnos del mundo del cine, personajes como Javier Bardem, Alejandro Amenabar o Pedro Almodovar han vuelto a España con un Oscar debajo del brazo y, con sus lógicos matices, existía una cierta coincidencia en catalogar el premio como merecido, en primer lugar y como entregado a un español en segundo. En el caso de Penélope Cruz eso, desgraciadamente, no ha sido posible. Y la razón es muy clara.
A diferencia de sus predecesores, Penélope Cruz es una artista limitada. Muy limitada, de hecho. Dejando a un lado su experiencia con Fernando Trueba en "La niña de tus ojos" y, con matices, su papel en "Volver", de Pedro Almodovar, nuestra flamante compatriota se ha limitado, durante toda su carrera, a pasear sus morritos por no menos de una docena y media de mediocridades absolutas y a pasar desapercibida en otras tantas buenas producciones acreditando una falta de destreza en la dicción ciertamente portentosa y, eso sí, haciendo gala de un poderío vocal y gestual ciertamente extraordinario.
Desde que descubrió que el histrionismo no era una infección cutánea, nuestra Pe se ha hinchado a gritar, gesticular y manotear en el aire como si le faltara el aliento o su compañero fuera sordo y ciego. Sus ojillos de cordero degollado han acompañado un fogoso encuentro sexual y no han sufrido mutación alguna cuando de leer la Biblia se ha tratado. En este sentido, su papel en la execrable "Vicky, Cristina, Barcelona" es puro Pe. Por si fuera poco, es antipática, agria y carece del menor rastro de estilo que le impida parecer la vecina del quinto en una mala mañana sin dedicar al asunto no menos de seis horas de modista, peluquero y maquillador
Lo que sí hay que reconocer a la niña es que ha diseñado su carrera con la precisión de un cirujano. A golpe de polvo, podríamos decir ( veremos lo que tarda en despachar a Bardem una vez lograda la reluciente estatuilla): hoy aparezco junto a esta estrella de Hollywood, mañana enredo a Isabel Coixet para que me dé un papel serio y académico y pasado me visto de monja para visitar el Sahara en compañía de un cowboy de rudos modales. Es evidente que el sistema ha funcionado a las mil maravillas y desde hoy, en la repisa de su salón descansa un premio que por el momento no lo ha hecho en las de Glenn Close, Annette Bening, Julianne Moore o Joan Cusack. ¿El primer Oscar entregado por la Academia para una actriz española? Sin duda. Ahora, ¿la mejor actriz secundaria del año? Por favor, un respeto a la profesión.