Mis primeros contactos con el tabaco pueden fecharse en el verano de mis quince años, cuando mis amigos y yo compartíamos nerviosos un mentolado sustraído hábilmente de algún bolso materno, para luego atiborrarnos con caramelos que intentaban inútilmente camuflar las huellas de nuestra infamia. De este modo, fumando cigarrillos sueltos a escondidas, anduve unos pocos años hasta que la entrada en la Universidad marcó un punto de inflexión.
Para un adolescente como el que suscribe, educado en un colegio religioso en el que todos los alumnos orinábamos de pie, el paso a los servicios separados para chicos y chicas produjo el mismo efecto que a Moisés la vista de la Tierra Prometida. De repente, en el día a día, había mujeres a las que impresionar, rivales a los que batir y personajes de película a los que imitar. Y a todo ello, el cigarrillo ayudaba mucho. Si la chica por la que suspirabas miraba casualmente hacia ti, no había nada mejor para controlar el temblor de tus manos que encender un Lucky Strike sin filtro como los que fumaba Mickey Rourke en "El corazón del ángel" mientras esculpías en tu rostro la pétrea máscara de la indiferencia como si no estuvieras escrutando por el rabillo del ojo cualquier mínimo gesto en el rostro de la anhelada compañera.
Por entonces empecé a fumar con regularidad. En mi caso, el reparto acompañaba y los cigarrillos se movían con normalidad tanto en la casa paterna como en mi círculo de amistades. Los paquetes empezaron a durar un par de días y los fines de semana, el dueño del estanco que había junto a mi casa cerraba antes de hora en cuanto yo salía de la tienda. Tuve que empezar a notar el peso en mis pulmones cada vez que subía a pie los dos tramos de escalera que separaban mi casa de la calle para darme cuenta de que aquella vía empezaba a agotarse. El paquete cada dos días se había convertido en dos cada tres y al dueño del estanco se le llenaban los ojos de lágrimas de alegría cada vez que me veía aparecer los viernes por la tarde para aprovisionarme para el fin de semana. Por entonces, tosía con el menor esfuerzo, mi coche se había convertido en un enorme cenicero sin ventilación y la señora Winot (sin titulo por aquel entonces) marcaba el terreno con caramelos de menta si un servidor se ponía más cariñoso de lo habitual.
Deje de fumar una noche de mayo de 2002, en el cumpleaños de una amiga y sin saber exactamente todavía la razón ni el lugar del que saqué las fuerzas para hacerlo. A día de hoy, me he convertido en un tipo afortunado que fuma cigarrillos solo en ocasiones especiales (o cenas regadas en exceso con vinos de la tierra y otras sustancias inflamables) y que casi todas las semanas se permite el lujo de fumar un buen puro el fin de semana sin que los hábitos tengan visos de reproducirse y volver a convertirse en congénitos y permanentes. Dejé de fumar porque mi salud se dio cuenta antes que yo de que no iba por el buen camino, pero no porque dejara de gustarme. Fumar es un placer y sólo quien fuma o ha fumado sabe a lo que me refiero.
Ser fumador no implica ser un imbécil o un inconsciente por mucho que esta sociedad tan fina y tan protectora en la que nos movemos tienda a igualar esa ecuación. Todos lo que fumamos o hemos fumado somos conscientes de que no ayudamos, precisamente a nuestro organismo cada vez que encendemos un cigarrillo, del mismo modo que lo sabe el que se come las hamburguesas a pares o el que tumba una botella de ron cada día.
Fumar es un placer. Y un vicio. Y dudo que nadie lo niegue. Pero ni es el único ni merece la persecución a la que se somete a quienes lo disfrutan o padecen. El fumador es una especie en extinción, pero no por evolución natural sino por un metódico, implacable e injustificado exterminio social. Marlboro no puede anunciarse en la misma televisión que Heineken y puedes encontrarte con un restaurante en el que no puedas encender un cigarrillo mientras en la mesa de tu derecha, un grupo de amigos fulmina una botella de ginebra. Si un vicio es un exceso de apetito con algo, que incita a usarlo frecuentemente y con exceso, no veo razón para no tratarlos a todos por igual.
Así, si como he oído hace unos días van a empezar a decorar las cajetillas de tabaco con fotografías de pulmones carbonizados y dentaduras carcomidas por la nicotina para concienciar a los fumadores, espero que no tarden mucho en insertar fotografías de automóviles despanzurrados con sus víctimas trituradas en el interior en los catálogos de los concesionarios o incorporen a las botellas de vino, instantáneas de hígados devorados por la cirrosis si no hay alguna de adolescentes en coma etílico a mano. Por equilibrar la balanza más que nada.
Para un adolescente como el que suscribe, educado en un colegio religioso en el que todos los alumnos orinábamos de pie, el paso a los servicios separados para chicos y chicas produjo el mismo efecto que a Moisés la vista de la Tierra Prometida. De repente, en el día a día, había mujeres a las que impresionar, rivales a los que batir y personajes de película a los que imitar. Y a todo ello, el cigarrillo ayudaba mucho. Si la chica por la que suspirabas miraba casualmente hacia ti, no había nada mejor para controlar el temblor de tus manos que encender un Lucky Strike sin filtro como los que fumaba Mickey Rourke en "El corazón del ángel" mientras esculpías en tu rostro la pétrea máscara de la indiferencia como si no estuvieras escrutando por el rabillo del ojo cualquier mínimo gesto en el rostro de la anhelada compañera.
Por entonces empecé a fumar con regularidad. En mi caso, el reparto acompañaba y los cigarrillos se movían con normalidad tanto en la casa paterna como en mi círculo de amistades. Los paquetes empezaron a durar un par de días y los fines de semana, el dueño del estanco que había junto a mi casa cerraba antes de hora en cuanto yo salía de la tienda. Tuve que empezar a notar el peso en mis pulmones cada vez que subía a pie los dos tramos de escalera que separaban mi casa de la calle para darme cuenta de que aquella vía empezaba a agotarse. El paquete cada dos días se había convertido en dos cada tres y al dueño del estanco se le llenaban los ojos de lágrimas de alegría cada vez que me veía aparecer los viernes por la tarde para aprovisionarme para el fin de semana. Por entonces, tosía con el menor esfuerzo, mi coche se había convertido en un enorme cenicero sin ventilación y la señora Winot (sin titulo por aquel entonces) marcaba el terreno con caramelos de menta si un servidor se ponía más cariñoso de lo habitual.
Deje de fumar una noche de mayo de 2002, en el cumpleaños de una amiga y sin saber exactamente todavía la razón ni el lugar del que saqué las fuerzas para hacerlo. A día de hoy, me he convertido en un tipo afortunado que fuma cigarrillos solo en ocasiones especiales (o cenas regadas en exceso con vinos de la tierra y otras sustancias inflamables) y que casi todas las semanas se permite el lujo de fumar un buen puro el fin de semana sin que los hábitos tengan visos de reproducirse y volver a convertirse en congénitos y permanentes. Dejé de fumar porque mi salud se dio cuenta antes que yo de que no iba por el buen camino, pero no porque dejara de gustarme. Fumar es un placer y sólo quien fuma o ha fumado sabe a lo que me refiero.
Ser fumador no implica ser un imbécil o un inconsciente por mucho que esta sociedad tan fina y tan protectora en la que nos movemos tienda a igualar esa ecuación. Todos lo que fumamos o hemos fumado somos conscientes de que no ayudamos, precisamente a nuestro organismo cada vez que encendemos un cigarrillo, del mismo modo que lo sabe el que se come las hamburguesas a pares o el que tumba una botella de ron cada día.
Fumar es un placer. Y un vicio. Y dudo que nadie lo niegue. Pero ni es el único ni merece la persecución a la que se somete a quienes lo disfrutan o padecen. El fumador es una especie en extinción, pero no por evolución natural sino por un metódico, implacable e injustificado exterminio social. Marlboro no puede anunciarse en la misma televisión que Heineken y puedes encontrarte con un restaurante en el que no puedas encender un cigarrillo mientras en la mesa de tu derecha, un grupo de amigos fulmina una botella de ginebra. Si un vicio es un exceso de apetito con algo, que incita a usarlo frecuentemente y con exceso, no veo razón para no tratarlos a todos por igual.
Así, si como he oído hace unos días van a empezar a decorar las cajetillas de tabaco con fotografías de pulmones carbonizados y dentaduras carcomidas por la nicotina para concienciar a los fumadores, espero que no tarden mucho en insertar fotografías de automóviles despanzurrados con sus víctimas trituradas en el interior en los catálogos de los concesionarios o incorporen a las botellas de vino, instantáneas de hígados devorados por la cirrosis si no hay alguna de adolescentes en coma etílico a mano. Por equilibrar la balanza más que nada.
16 comentarios:
Suscribo el post al 100%. Yo, como fumadora, considero que el fumarse un cigarro es, además de un placer, un vicio. A mí, por lo general, un paquete de tabaco me suele durar tres días, excepto en época de examenes que, por los nervios, suele durarme un día y medio. Pero igual que el tabaco es un vicio que me hace daño, lo es también el alcohol. Porque no solo provoca accidentes de tráfico, sino muchas peleas los fines de semana entre los chavales (por poner otro ejemplo al que has citado).
Eso sí, veo injustificables que a unos se demonice, y a los otros no. Tan perjudicial es una cosa como la otra (de hecho, podríamos darnos un paseo cualquier fin de semana por los hospitales para ver cuanta gente acaba en ellos por culpa del coma etílico).
Yo separaría a la cerveza y al vino de bebidas como el ron, whisky y otras bebidas por el estilo.
El otro día leí en un suplemento, que los ingredientes de la cerveza (lúpulo, malta y similares) tienen beneficios diuréticos (incluso cuando voy a casa de una amiga, siempre me pone una, e incluso dos).
Incluso dicen que beber una copa de vino durante la comida, puede ser bueno.
Excelente y muy acertada exposición,como tú creo que la diferencia entre costumbre y vicio está en la mesura.El mío es un caso peculiar: puedo encadenar un lustro sin fumar con otro a paquete diario,y así sucesivamente, y sin embargo mi cerebro no se cree rehén de dependencia alguna.Otra de mis buenas costumbres consiste en dar cumplidas cuentas a un Johnnie Walker cada noche,saborear un poco de "green label" en un par de horas es un placer a años luz del alcoholismo.
Yo tengo unas ganas de dejarlo, Tarquin... ser fumadora (escasa pero constante) y además hipocondríaca es encadenar un sinfín de síntomas chungos y noches en vela. Ay.
Ya me pueden poner a Leire Pajín en bragas en las cajetillas, que no pienso dejar de fumar. Ni de beber, ni de PIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIII.
O a Pepiño Blanco en tanga.
Pues yo nunca he fumado así que no puedo ponerme exactamente en tu lugar aunque entiendo lo que quieres decir porque comprato mi vida con gente fumadora. Ahora mismo hay un control un poco abusivo pero sinceramente, yo que no fumo lo agradezco.
No sé de donde sacan ustedes la frase "Fumar es un placer". Fumar es un horror, una falta de educación cuando se hace delante de no fumadores sin preguntar, una sangría a la seguridad social, una muerte prematura, una carga a los familiares que, con un alto porcentaje de probabilidad, tendrán que cuidar del fumador enfermo, un asco de olor de ceniceros llenos en bares, casas y demás lugares... en definitiva: UNAPUTAMIERDA. (Así, todo seguido y en mayúsculas).
Aún no conozco al fumador que, aunque le guste fumar, si se le preguntara...:
- En caso de volver atrás en la máquina del tiempo ¿Volvería a fumar"
... respondiera positivamente.
¡Qué manía tienen ustedes con decir ¿Por qué no se demoniza a los bebedores?. Se parecen ustedes a los malos políticos con el "... y usted más".
Dejen de fijarse en los demás. El tabaco no es menos malo sólo porque en una botella de vino no venga una hígago cirrótico.
Pues yo no fumo, así que como bien dicen por ahí no puedo ponerme en tu lugar. Y aunque la mayoría de las veces me molesta muchísimo el humo que emana de los cigarrillos de los fumadores que me rodean, la verdad es que hay contadas ocasiones en las que mato por un buen pitillo...
SALUDOS!!
Fino y certero como siempre, amigo Tarquin.
Faria, fumadora y rendida admiradora suya. ;-)
Yo también creo que el vino y la cerveza juegan en otra liga, María, pero a la hora de destrozar un organismo cuando su consumo se dispara son enemigos a tener en cuenta.
Mi querido Monca, cuanto tiempo sin saber de ti. Juanito el Caminante también me acompaña en ocasiones y da muy buena conversación, la verdad.
La verdad es que es una combinación explosiva, Cosmic. No me extraña que quieras salir de la carrera. Hasta entonces, prueba a reducir las dosis de nicotina. Tal vez, la hipocóndria tome ejemplo.
Leire Pajín en bragas o Pepe Blanco en tanga de leopardo en las cajetillas.... Joder, Reguera y María, hay que tener mucho vicio para soportar esas imágenes ;-DDD.
Si no fumas, Silvia, llevas una buena ventaja vital a los que encendemos un puro. No la pierdas.
Creo que ha quedado claro que fumar es un vicio, mi querido Brujo. Compararlo con otros no me parece inaceptable en este caso. El verdadero problema que existe con el tabaco, más allá del que uno, voluntariamente, decide inflingirse cada vez que enciende un cigarrillo, es la mala educación de muchos de sus usuarios. Así, un tipo que enciende un puro en un ascensor es un fumador, indudablemente, pero sobre todo, es un maleducado y contra él deberían hacerse las leyes. Respecto a la carga social que representa un fumador, creo que los 9.300 millones de euros de ingresos tributarios que genera su fabricación y consumo es un dinerito que compensa adecuadamente esa "horrible carga" que padeceis los no fumadores.
Pues si te puedes permitir un cigarrito de vez en cuando sin despeñarte por el vicio, mi querida P, aprovéchalo.
Gracias, Faria, con tu nombre, era difícil no ser fumadora ;-DDDDDD
"El tabaco generó en 2008 un sobrecoste sanitario y social de 433 euros por ciudadano, lo que supuso un coste total de 16.474 millones de euros, según datos del Comité Nacional para la Prevención del Tabaquismo (CNPT), del que forman parte más de cuarenta entidades científicas y profesionales del ámbito sanitario."
http://blogs.periodistadigital.com/vidasaludable.php/2009/04/20/tabaco-coste-ciudadanos-9999
No soy partidario de la ilegalización del tabaco ni la demonización de los fumadores pero sí de la información de sus consecuencias y del uso restringido a los lugares no públicos, excepto la calle.
Saludos.
Eso de meterse con el vino no está bien, por muy justa que sea tu causa. Y tampoco sé si lo es. Pero ya está dicho tó.
Saludos
En realidad, Brujo, lo que tendrían que hacer es echar el cerrojo y prohibir el tabaco, pero no lo hacen. ¿Por qué? Pues, sencillamente, porque les saldría más caro el collar que el perro y hay mucho más de ganar que de perder en el mundo del tabaco.
Yo deje el vicio del cigarrillo el 27 de Febrero de 2002. Y fue una liberacion. Tenia ganas de dejar de tragar toxinas desde hacia tiempo, pero las substancias adictivas extra que le añaden me lo impidieron por largo tiempo.
Porque a pesar de todo existe una gran y clara diferencia entre fumar tabaco y beber alcohol. Aunque claramente los dos son muy perjudiciales para la salud, al alcohol no le hace falta añadirle componentes adictivos, asi que el que quiera beber, con moderacion o sin ella, es resposabilidad propia de cada uno. Pero cuando fumas por primera vez, y repites cada vez mas, es porque alguien ha decidido que tienes que tragar mierda quimica para volver. Y ademas, algunos otros han decidido que eso esta bien porque aporta muchos beneficios a las arcas del estado. ¿Que deberian tratarlos a los dos por igual? Pues no. Hay que tratar a la bebida como se trata al tabaco hoy en dia, y al tabaco extirparlo de nuestro mundo com si fuera un cancer curable, que parece que no lo es, desgraciadamente.
¿Cómo podría meterme con el vino, Möbius, cuando la señora Winot y un servidor descorchan botellas de tan delicioso néctar un día sí y otro también? Ha sido un recurso estilístico, nada más. Me voy a poner una copita, de hecho.
Como le decía antes al Brujo, Profesor, creo que es lo que tendrían que hacer si fueraqn coherentes con sus apocalípticas refeencias. Si no lo hacen es, o bien porque no quieren o bien porque todo se ha sacado un poco de quicio.
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