Los compositores de ópera acostumbran a introducir en las oberturas de sus composiciones, las melodías más relevantes que desarrollarán durante los distintos actos que las suceden. De esta manera y en solo unos minutos, el oyente puede hacerse una idea aproximada de lo que le espera durante las horas siguientes y si éstas van a pasar en un suspiro o, por el contrario, van a adquirir la forma de un calvario interminable. En el caso de nuestro viaje a New York, afortunadamente, este principio no se cumplió y el espantoso viaje que padecimos hasta depositar nuestros maltrechos huesos en Manhattan fue sólo un espejismo sin mayores repercusiones.
A pesar de ser desconvocada el día anterior a nuestra salida, los alegres miembros de la cofradía de controladores aéreos, sin duda molestos por no poder llegar a fin de mes con sus magros salarios, decidieron pasarse por el forro los derechos de todos los viajeros que volaban aquel día y montaron un circo en la T4 del Aeropuerto de Barajas, que ríete tú del de Ángel Cristo. Embarcamos en tiempo, pero a los pocos minutos empezó a quedar claro que algo no marchaba bien.
Con la misma gracilidad y garbo que un asno en patinete, el avión comenzó a trotar por las interminables pistas de Barajas, girando a derecha y izquierda sin motivo aparente y a una velocidad tan cochinera que más parecía un autocar interprovincial que una aeronave de seiscientas toneladas. Cuando ya pensábamos que la nave la pilotaba Manolo Escobar en interminable búsqueda de su carro, la vocecilla nerviosa del capitán informó a los pasajeros que, desde la torre, habían cerrado varias pistas de despegue por "motivos técnicos" y que todos los aviones (veinte, para ser exactos) debían despegar por la que quedaba libre. Nos invitó a estar tranquilos y a confiar en la pronta resolución del incidente, pero ni Zapatero en sus mejores momentos hubiera sido capaz de generar más incertidumbre.
La cantinela se repitió cada media hora durante más de dos horas en una pesadilla indescriptible en la que lo más curioso fue comprobar que el hombre es, en realidad, bondadoso y pacífico. Sólo eso explica que la tripulación no fuera asesinada en el interior del avión y éste introducido rectalmente a los bastardos de la torre de control. En nuestro caso, además de la espera desquiciante, existía un grave problema y es que el avión que debíamos coger en Londres con destino a New York, salía dos horas justas después de la llegada prevista del vuelto proviniente de Madrid. Nuestras posibilidades de llegar a tiempo, teniendo en cuenta el manicomio en el que se había convertido Barajas, unido a la tradicional puntualidad británica, eran escasas, por no decir nulas.
Como diría el gran Fernando Aramburu, cuando llegamos a Londres, valga la redundancia, el cielo estaba cubierto de nubes y amenazaba lluvia. Eso nos hizo abrigar esperanzas de retraso en el vuelo a New York y con vigor renovado salimos en estampida de nuestra prisión aérea con el corazón desbocado y al borde de un ataque de nervios. De poco nos valió la carrera y el infernal circuito de seguridad al que el aeropuerto de Heathrow somete a quienes tienen la desdicha de pasar por sus manos, porque no llegamos a tiempo y casi vimos perderse en la niebla el pájaro que nos hubiera llevado a nuestro destino.
Presos del desánimo y dominando apenas el impulso de estrangular al espantapájaros situado tras el mostrador de Iberia, que nos informó, con indolencia de papagayo de que, casi con toda seguridad, nos tocaría pernoctar en algún hotel cercano al aeropuerto para salir al día siguiente en otro vuelo, a punto estuvimos de asumir la situación y resignarnos a dormir en un hotel enmoquetado mientras la incesante lluvia londinense golpeaba las ventanas.
No obstante, en un movimiento maestro y aprovechando una pequeña ventana a la esperanza que el robot de Iberia nos proporciono a través de las, desde entonces, sagradas palabras, "lista de espera", dimos con esos arcángeles con uniforme de British Airways, de nombre Ben y Kevin que, apiadándose del embarazado estado de la bella señora Winot y de mis lastimeras súplicas, enredaron en el ordenador (en unos momentos de tensión que hubieran hecho aplaudir al maestro Hitchcock) hasta que unas maravillosas tarjetas de embarque para el vuelo que salía en dos horas hacia New York, con nuestro nombre impresos, salieron de una maquinita azul y a las que contemplamos como, imagino, hiciera Moisés cuando le fue presentada la Tierra Prometida.
El vuelo fue una balsa de aceite. Salió puntual, los asientos fueron excelentes y la amabilidad de la tripulación (da vergüenza comparar el trato exquisito que recibimos por parte de los empleados de British Airways con la vulgaridad y el poco entusiasmo con los que adornaban cada gesto la cuadrilla de Iberia) convirtió un viaje de seis horas en un oasis de paz tras la desesperante travesía desde Madrid. Aún tuvimos más problemas cuando aterrizamos en New York (maletas que se dispersan, policías especialmente escrupulosos en su trabajo....), pero, poco importaron ya. Estábamos en nuestro destino y teníamos por delante una andanada de días que no estábamos dispuestos a desperdiciar por mucho que los mafiosos que habitan las torres de control lo hubieran intentado durante las últimas horas.
A pesar de ser desconvocada el día anterior a nuestra salida, los alegres miembros de la cofradía de controladores aéreos, sin duda molestos por no poder llegar a fin de mes con sus magros salarios, decidieron pasarse por el forro los derechos de todos los viajeros que volaban aquel día y montaron un circo en la T4 del Aeropuerto de Barajas, que ríete tú del de Ángel Cristo. Embarcamos en tiempo, pero a los pocos minutos empezó a quedar claro que algo no marchaba bien.
Con la misma gracilidad y garbo que un asno en patinete, el avión comenzó a trotar por las interminables pistas de Barajas, girando a derecha y izquierda sin motivo aparente y a una velocidad tan cochinera que más parecía un autocar interprovincial que una aeronave de seiscientas toneladas. Cuando ya pensábamos que la nave la pilotaba Manolo Escobar en interminable búsqueda de su carro, la vocecilla nerviosa del capitán informó a los pasajeros que, desde la torre, habían cerrado varias pistas de despegue por "motivos técnicos" y que todos los aviones (veinte, para ser exactos) debían despegar por la que quedaba libre. Nos invitó a estar tranquilos y a confiar en la pronta resolución del incidente, pero ni Zapatero en sus mejores momentos hubiera sido capaz de generar más incertidumbre.
La cantinela se repitió cada media hora durante más de dos horas en una pesadilla indescriptible en la que lo más curioso fue comprobar que el hombre es, en realidad, bondadoso y pacífico. Sólo eso explica que la tripulación no fuera asesinada en el interior del avión y éste introducido rectalmente a los bastardos de la torre de control. En nuestro caso, además de la espera desquiciante, existía un grave problema y es que el avión que debíamos coger en Londres con destino a New York, salía dos horas justas después de la llegada prevista del vuelto proviniente de Madrid. Nuestras posibilidades de llegar a tiempo, teniendo en cuenta el manicomio en el que se había convertido Barajas, unido a la tradicional puntualidad británica, eran escasas, por no decir nulas.
Como diría el gran Fernando Aramburu, cuando llegamos a Londres, valga la redundancia, el cielo estaba cubierto de nubes y amenazaba lluvia. Eso nos hizo abrigar esperanzas de retraso en el vuelo a New York y con vigor renovado salimos en estampida de nuestra prisión aérea con el corazón desbocado y al borde de un ataque de nervios. De poco nos valió la carrera y el infernal circuito de seguridad al que el aeropuerto de Heathrow somete a quienes tienen la desdicha de pasar por sus manos, porque no llegamos a tiempo y casi vimos perderse en la niebla el pájaro que nos hubiera llevado a nuestro destino.
Presos del desánimo y dominando apenas el impulso de estrangular al espantapájaros situado tras el mostrador de Iberia, que nos informó, con indolencia de papagayo de que, casi con toda seguridad, nos tocaría pernoctar en algún hotel cercano al aeropuerto para salir al día siguiente en otro vuelo, a punto estuvimos de asumir la situación y resignarnos a dormir en un hotel enmoquetado mientras la incesante lluvia londinense golpeaba las ventanas.
No obstante, en un movimiento maestro y aprovechando una pequeña ventana a la esperanza que el robot de Iberia nos proporciono a través de las, desde entonces, sagradas palabras, "lista de espera", dimos con esos arcángeles con uniforme de British Airways, de nombre Ben y Kevin que, apiadándose del embarazado estado de la bella señora Winot y de mis lastimeras súplicas, enredaron en el ordenador (en unos momentos de tensión que hubieran hecho aplaudir al maestro Hitchcock) hasta que unas maravillosas tarjetas de embarque para el vuelo que salía en dos horas hacia New York, con nuestro nombre impresos, salieron de una maquinita azul y a las que contemplamos como, imagino, hiciera Moisés cuando le fue presentada la Tierra Prometida.
El vuelo fue una balsa de aceite. Salió puntual, los asientos fueron excelentes y la amabilidad de la tripulación (da vergüenza comparar el trato exquisito que recibimos por parte de los empleados de British Airways con la vulgaridad y el poco entusiasmo con los que adornaban cada gesto la cuadrilla de Iberia) convirtió un viaje de seis horas en un oasis de paz tras la desesperante travesía desde Madrid. Aún tuvimos más problemas cuando aterrizamos en New York (maletas que se dispersan, policías especialmente escrupulosos en su trabajo....), pero, poco importaron ya. Estábamos en nuestro destino y teníamos por delante una andanada de días que no estábamos dispuestos a desperdiciar por mucho que los mafiosos que habitan las torres de control lo hubieran intentado durante las últimas horas.
7 comentarios:
Genial post. Comparto todas y cada una de las impresiones citadas, pues he pasado por sinsentidos casi idénticos a los descritos.
¡Saludos!
La verdad es que es buenísimo el post. Pero es que es la cochina realidad, por muy duro que sea reconocerlo.
A esta obertura le falta el "Rhapsody in Blue" jejeje.
Bien, abrochémonos el cinturón...
Mr Winot:
Ya le veo abuelete total, con el pelo canoso, un nieto en su regazo queriendo escapar para jugar con el aparato electrónico de turno mientras protesta:
"Abuelo, otra vez el viaje a Nueva York cuando la abuela estaba embarazado no, por favorrrr!!!!!"
Ha sido muy buena esta obertura.
Saludos
Además, Mike, fuimos seleccionados para una especie de "extra" en materia de seguridad, que incluía un paseo por rayos X al que, obviamente, nos negamos dado el estado de la bella Señora Winot y que no hizo más que retrasar el asunto. Una pesadilla dantesca, la verdad.
Si a las madres de los controladores les hubieran dado un euro por cada vez que las mentamos aquel día, María, nadarían en dinero.
Curioso que menciones esa obra, Möbius, ya que el hotel en el que nos alojamos era el "Gershwin hotel".
¡Jejejejeje! La verdad es que, como alguien dijo hace unos días, amigo Bakarne, uno no se cansa de leer ni de hablar sobre New York.
Espero con ansia tu relato del resto del viaje. Ayy... New York, New York... algún día...
Bs.
Pues, seguro que pronto, Kampa.... y no olvides llevar un calzado a prueba de kilómetros.
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