No creo desvelar secreto alguno si confieso que Tarquin Winot no es mi nombre real, sino un afortunado seudónimo adoptado como consecuencia directa de esa tendencia al anonimato que suele actuar de canalizador en los vínculos que se crean a través de Internet. Por no ser, Tarquin ni siquiera es una creación mía.
El mérito de tan sonoro y musical nombre es responsabilidad del escritor británico John Lanchester, que, tomando elementos del pérfido Tarquino shakespeariano, convenientemente perfumado y acicalado, lo convirtió en el protagonista absoluto de su primera novela, "En deuda con el placer", una de las obras literarias más inclasificables, brillantes y desconcertantes que han pasado por mis manos, si no la que más.
La primera vez que supe del amigo Tarquin fue en un suplemento cultural de El País que ojeaba mientras esperaba turno en la poco refinada peluquería a la que por entonces acudía a reparar mi encopetada testa. En su reseña, el entusiasmado crítico hablaba maravillas de esta obra a medio camino entre la biografía, el libro de cocina y los relatos victorianos de misterio. Por encima de la fascinación que semejante mezcolanza de géneros me produjeron, de inmediato captó mi atención el refinado clasista intelectual (Imana dixit) que actuaba como omnipresente narrador y que, al parecer, manipulaba el lenguaje, convirtiéndolo en un siniestro manto con el que sumergía en sombras a voluntad cuanto en sus páginas se desmenuzaba y que no era otra cosa que su propia vida.
Con estos mimbres y recién salido de mi experiencia con Bret Easton Ellis y su "American Psycho" es comprensible entender que lo mío con Tarquin fuera amor a primera vista. Y como pasa con los amores que son para toda la vida, la lectura de "En deuda con el placer", no hizo sino fortalecer las impresiones cazadas a primer requerimiento en aquella peluquería de cuarta regional donde todo empezó.
Lanchester ha demostrado posteriormente que es uno de los mejores escritores que existen en este momento (su último libro, "¡Huy!" es el más logrado, didáctico y entretenido estudio sobre la crisis que se ha publicado hasta el momento) y, probablemente, "En deuda con el placer" no sea la mejor de sus obras (sí, la más fascinante, pero eso es otro asunto). De lo que nunca será capaz es de superar el hito que supuso la creación de Tarquín Winot.
Y es que desde el primer momento, el pedante y egocéntrico sibarita que entrega al lector su particular physiologie du goût y que no duda en proclamar que "los límites del placer aún no han sido ni fijados ni conocidos" resulta completamente irresistible. Poco importa que aquí y allá, entre una excelente receta para cordero y una disquisición sobre el acto que define nuestro siglo (el asesinato, en su opinión, del mismo modo que en otros lo han sido la oración o la mendicidad) aparezcan veladas noticias sobre fallecimientos accidentales, cacerías que acaban en desgracia o cocineros que se disuelven en sus marmitas.
Resulta tan convincente cuando califica de "imperdonable" llamar entrantes a los "entrantes" (porque a los postres nadie osa llamarlos "salientes") que incluso se le mira con buenos ojos cuando exclama que un asesino, a diferencia de un artista, está mejor adaptado a nuestro tiempo, ya que "en vez de dejar detrás una presencia, deja algo igual de definitivo y logrado: una ausencia". Siniestro, no digo que no. Pero inatacable.
A veces creo que mi fascinación por el amigo Winot (con la de este verano ya son cinco las veces que he leido su "biografía") es algo excesiva. Pero al mismo tiempo y, a menos que la memoria me esté jugando una mala pasada, aún no he envenenado a ninguno de mis invitados (al menos voluntariamente), por lo que todavía parece existir una linea divisoria entre ambos. El problema es que, como dice la bella señora Winot, hay días en que esa división se nubla y se hace difusa. Días como hoy, imagino.
El mérito de tan sonoro y musical nombre es responsabilidad del escritor británico John Lanchester, que, tomando elementos del pérfido Tarquino shakespeariano, convenientemente perfumado y acicalado, lo convirtió en el protagonista absoluto de su primera novela, "En deuda con el placer", una de las obras literarias más inclasificables, brillantes y desconcertantes que han pasado por mis manos, si no la que más.
La primera vez que supe del amigo Tarquin fue en un suplemento cultural de El País que ojeaba mientras esperaba turno en la poco refinada peluquería a la que por entonces acudía a reparar mi encopetada testa. En su reseña, el entusiasmado crítico hablaba maravillas de esta obra a medio camino entre la biografía, el libro de cocina y los relatos victorianos de misterio. Por encima de la fascinación que semejante mezcolanza de géneros me produjeron, de inmediato captó mi atención el refinado clasista intelectual (Imana dixit) que actuaba como omnipresente narrador y que, al parecer, manipulaba el lenguaje, convirtiéndolo en un siniestro manto con el que sumergía en sombras a voluntad cuanto en sus páginas se desmenuzaba y que no era otra cosa que su propia vida.
Con estos mimbres y recién salido de mi experiencia con Bret Easton Ellis y su "American Psycho" es comprensible entender que lo mío con Tarquin fuera amor a primera vista. Y como pasa con los amores que son para toda la vida, la lectura de "En deuda con el placer", no hizo sino fortalecer las impresiones cazadas a primer requerimiento en aquella peluquería de cuarta regional donde todo empezó.
Lanchester ha demostrado posteriormente que es uno de los mejores escritores que existen en este momento (su último libro, "¡Huy!" es el más logrado, didáctico y entretenido estudio sobre la crisis que se ha publicado hasta el momento) y, probablemente, "En deuda con el placer" no sea la mejor de sus obras (sí, la más fascinante, pero eso es otro asunto). De lo que nunca será capaz es de superar el hito que supuso la creación de Tarquín Winot.
Y es que desde el primer momento, el pedante y egocéntrico sibarita que entrega al lector su particular physiologie du goût y que no duda en proclamar que "los límites del placer aún no han sido ni fijados ni conocidos" resulta completamente irresistible. Poco importa que aquí y allá, entre una excelente receta para cordero y una disquisición sobre el acto que define nuestro siglo (el asesinato, en su opinión, del mismo modo que en otros lo han sido la oración o la mendicidad) aparezcan veladas noticias sobre fallecimientos accidentales, cacerías que acaban en desgracia o cocineros que se disuelven en sus marmitas.
Resulta tan convincente cuando califica de "imperdonable" llamar entrantes a los "entrantes" (porque a los postres nadie osa llamarlos "salientes") que incluso se le mira con buenos ojos cuando exclama que un asesino, a diferencia de un artista, está mejor adaptado a nuestro tiempo, ya que "en vez de dejar detrás una presencia, deja algo igual de definitivo y logrado: una ausencia". Siniestro, no digo que no. Pero inatacable.
A veces creo que mi fascinación por el amigo Winot (con la de este verano ya son cinco las veces que he leido su "biografía") es algo excesiva. Pero al mismo tiempo y, a menos que la memoria me esté jugando una mala pasada, aún no he envenenado a ninguno de mis invitados (al menos voluntariamente), por lo que todavía parece existir una linea divisoria entre ambos. El problema es que, como dice la bella señora Winot, hay días en que esa división se nubla y se hace difusa. Días como hoy, imagino.
4 comentarios:
Pues fíjese que a mí me picaba la curiosidad. Ahora ya se por qué había escogido Tarquin Winot como seudónimo.
Me ha obsesionado el nombre desde el principio, María. No hubiera sido justo con él no escogerlo.
Poco a poco se va desvelando Vd., señor Winot. Me ha despertado una comezón irreprimible conocer la existencia del libro de Lanchester y no le quepa la menor duda de que esta misma semana lo conseguiré, y será el 1º en el montón de los pendientes de lectura. Me queda poco para acabar el último que empecé... No me durará mucho la comezón.
Gracias por el descubrimiento, mi estimado señor Winot. Un saludo cordial
Era un tema que dejé colgado hace mucho en el añorado Dejaboo, Meg. Nunca es tarde. Que lo disfrutes, ya me contarás.
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