Series como "The wire", "Prison Break" o "A dos metros bajo tierra" arrastran a millones de espectadores cada semana, crean abarrotados foros en la red y venden sus temporadas en DVD como rosquillas, además de proporcionar a sus protagonistas una popularidad que rivaliza con la de las grandes estrellas de Hollywood. Y si alguien no se cree que las series tengan tanta relevancia en las carreras de sus protagonistas, que le pregunten a Kiefer Sutherland, que todavía hace el Camino de Santiago de puntillas cada año para agradecer a Dios que el día en el que le ofrecieron protagonizar "24" estuviera lo suficientemente sobrio para no rechazarlo.
Son productos con guiones sólidos, buenas interpretaciones y una realización que no escatima en medios cuando la situación lo requiere (El piloto de "Perdidos" costo ni más ni menos que 10 millones de dólares, más del doble de los habitual) por lo que es normal que el público, ansioso por localizar espectáculos sin Eddie Murphy o películas que duren menos de dos horas y media, se rindan a unos personajes bien trazados y sigan con interés tramas diabólicamente diseñadas que obligan no perder detalle y que, milagrosamente, terminan cuadrando gran parte de sus piezas, como, por ejemplo, ha demostrado en esta tercera temporada, "Perdidos".
Otro de los encantos especiales de las series es que no se respeta a casi nadie. En "Prison Break" o en "24", por mencionar algunos ejemplos, personajes importantes son eliminados sin contemplaciones en mitad de un capitulo dejando al espectador con la sensación de que si a Menganito le acaban de fundir los plomos con dos balazos, "puede pasar cualquier cosa", lo que, visto lo previsible de los argumentos de la mayoría de las películas, proporciona algo que, el cine, va perdiendo poco a poco y que es la capacidad de sorprender. Si, por ejemplo, "Piratas del Caribe" fuera una serie, a Orlando Bloom ya se lo habría comido el Kraken para alivio del sector con buen gusto de los espectadores.
También hay que acudir a las series para ver espectáculos politicamente incorrectos donde los personajes enfadados se cagan en la puta de oros y no en la mar, donde si hay que implicar al presidente de los Estados Unidos en una conspiración para beneficiar a una gran corporación financiera o volarle el Air Force One se le implica (o se le vuela, en su caso) y donde temas como el sexo, la muerte o el poder se tratan con la crudeza y la honestidad que se merecen y que no reciben, salvo contadas excepciones, en la pantalla grande.
Además, están pensadas con inteligencia, teniendo muy en cuenta el público al que va a dirigido. Estan hechas para la gente de este tiempo, personas que trabajan la mayor parte del día y que llegan a casa deslomados, cansados y con la sensación de que su vida no tiene emociones. Se desvisten, se preparan una ensalada ligera con cierta apatía y, encendiendo el televisor, de repente, piensan: ¿qué tal un capitulito de "Perdidos", a ver si nos enteramos de una vez que es el humo negro ese que anda suelto? Y parece que no, pero algo en tu cerebro se activa cuando empieza ese parénteis de cuarenta y cinco minutos en los que te olvidas de tu jefe, de tus problemas o del banco. Durante ese tiempo, lo único que importa es lo que le pase a David Fisher y a su novio, si Jack Bauer logrará detener la bomba a tiempo o si en Wisteria Lane habrá una o dos bodas. Que no es poco en estos tiempos.
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