
Desde el primer fotograma es palpable que lo que vas a presenciar será recordado durante generaciones. Todo apunta a que durante las dos horas siguientes no va a existir otra cosa que lo que nos muestra la pantalla: una historia apasionante, un ritmo perfecto, unas interpretaciones en carne viva. El desarrollo no rompe esa idea inicial y observas complacido como tu mente queda completamente enredada en la trama que los responsables de la obra han ideado para ti. Falta el final, todo apunta al colofón más perfecto, a la guinda más dulce. Y justo entonces, cuando ya no hay tiempo para estropearlo, cuando llevas puestos tus guantes de aplaudir para que el dolor no impida seguir batiendo palmas, ocurre lo inesperado, el grito de euforia se convierte en una mueca de incredulidad y todo el castillo se hunde inexorablemente para no levantarse jamás.
Nada hay más irritante y desconcertante para el espectador de una película que un final incoherente o estúpido. Todo lo anterior se convierte entonces en oscuro y tedioso y donde encontraste arte y maestría toma posesión la casualidad cuando no la torpeza más inaceptable y escandalosa. Desafortunadamente, momentos así se viven a menudo, pero, en mi opinión, estos son los peores finales cinematográficos que servidor recuerda haber padecido en salas oscuras y asfixiantes que, minutos antes, eran templos de sabiduría cinematográficas. Si alguien aún no las ha visto, que se salte el párrafo si no quiere conocer el final, por espantoso que sea. O, mejor, que lo lea y se ahorrará disgustos.
LA LISTA DE SCHINDLER: Spielberg es el especialista en esta materia. Sus películas más duras y comprometidas comparten con las más ligeras y comerciales la pasión de este hombre por los finales ñoños y azucarados, por mucho que, como es el caso que nos ocupa, la historia pida a gritos un final hosco y sin florituras. Si ya la escena de Schinder rodeado de refugiados y llorando por no haber podido salvar a más personas del infierno nazi me puso en guardia, nada podía prepararme para esa eterna secuencia final de los actores acompañando con velitas a los supervivientes originales a visitar un cementerio con la música introduciéndose en el lacrimal del espectador y rodada, además.....¡en color! Tampoco van a la zaga de este horror, los desesperantes finales de "La terminal", "Salvar al soldado Ryan" o "IA". En "Munich" el genio de Spielberg parece enderezar el camino. Que cunda el ejemplo.
L.A. CONFIDENTIAL: La mejor película de los últimos años no pudo escapar al sistema hollywoodense y tras mostrarnos con la merecida crudeza las cloacas repugnantes y corruptas de la ciudad de Los Angeles, sembradas de policías asesinos, proxenetas y periodistas sin escrúpulos, el gran Curtis Hanson, en una pirueta final merecedora de una tarde en el potro de tortura, resucita al presumiblemente fallecido a escopetazos, Russell Crowe, le pone un brazo en cabestrillo y lo manda a pasar la tarde al campo con la bellísima Kim Bassinger en un festival de luz y sonrisas que provoca la regurgitación inmediata de toda la bilis que los ciento y pico minutos precedentes habían logrado generar para placer del espectador. Al menos no culminó con la feliz pareja saludando tras el cristal del coche rumbo al picnic.
NO ES PAIS PARA VIEJOS: La inmerecidamente oscarizada película de los hermanos Cohen es en realidad, dos obras diferentes con personajes compartidos. La primera dura hasta la inconcebible elipsis que nos priva de asistir a la muerte de Moss a manos de los mejicanos. Es lenta y parsimoniosa, pero goza de momentos de gran cine y cuenta con tres actores en estado de iluminación divina que permiten aceptar todo lo que ocurre por muy confuso y mal narrado que esté. La segunda empieza tras la mencionada elipsis y es aburrida, irritante, estúpida, innecesaria y solo sirve para comprobar lo bien que lo hacen los especialistas en efectos visuales para sacarle un hueso del brazo a Javier Bardem y para rodar la colisión automovilística más impactante de los últimos años. Un aviso para quienes no la hayan visto: que nadie aparte la vista de la pantalla ni un segundo durante ese segundo tramo. Un parpadeo y comenzarán los títulos de crédito sin tiempo para saber que ha pasado.
EL RETORNO DEL REY: La trilogía de Peter Jackson sobre "El señor de los Anillos" es una de las obras cinematográficas imprescindibles de la historia. De obligada visión por cualquier amante del cine, es la mezcla (casi) perfecta de casi todos los géneros existentes. En las más de diez horas de metraje hay tiempo para la aventura épica, el terror, la comedia, la acción, el drama, el amor y, desgraciadamente, también hay un hueco y no pequeño precisamente para la flacidez y el gatillazo inesperado. Sé que los amantes de Tolkien son legión y no gastan buenas pulgas, pero es evidente que tras las mil batallas, los cientos de orcos y la emotiva pero contenida secuencia de la coronación de Aragorn I, el Maño en el castillo, las tres cuartas partes de la platea empezamos a ponernos los abrigos para escuchar la voz en off y el breve montaje con la hermosa música de Howard Shore que nos narraría las últimas y anticlimáticas aventuras del joven Frodo. Sin embargo, el megalómano Jackson decidió contar la historia con todo detalle y alargó de manera soporífera y plomiza durante casi media hora lo que ya había dado todo de si y pedía a gritos un "chinpón" que cerrara el circulo abierto horas atrás.
LINEA MORTAL: La presencia de la novia de América ya hacía presumir que esta historia de viajes entre la vida y la muerte que rodó Joel Schumacher a principios de los noventa iba a quedarse a medias y no iba a ahondar en la interesante premisa inicial todo lo que debiera. Sin embargo, el desarrollo malsano y perturbador de los minutos iniciales y la presencia de actores como Kevin Bacon o Kiefer Sutherland, especializados en personajes oscuros y aterradores me hicieron concebir esperanzas que no desaparecieron hasta ese final vomitivo y campestre en el que éste último resucita en el tiempo de descuento para hacer las paces con su amigo torturador del más allá y poder así volver al más acá a poder comerle los morros a Julia Roberts. No me extraña que, a los pocos meses y ya en la vida real, ésta le plantara en el altar el día de su boda. Por ñoño y albarcazas.