Hace ya algunos años y por motivos bien distintos hablé aquí de "El desencanto" el libro del periodista británico Andrew Anthony. Con el subtítulo "El despertar de un izquierdista de toda la vida", Anthony narraba su evolución moral, política y ética desde los escombros del 11-S hasta la actualidad y cómo, desde ese momento, muchas, por no decir todas sus ideas habían sufrido un vuelco radical desde la progresía más escorada a la izquierda en la que siempre militó, hasta un pragmatismo liberal que le hizo revisar todos y cada uno de los pilares de un pensamiento que, según sus propias palabras, siempre llevó consigo "como la cartera o las llaves".
Es un gran libro, implacable con lo que combate, crítico con lo que defiende y de una coherencia inverosímil en estos tiempos de paños tibios y solemnes discursos de indeterminable oquedad. Es una obra que consulto con notoria periodicidad y que me gusta recomendar habitualmente. En sus páginas siempre hay algún argumento poderoso para combatir el veneno de lo políticamente correcto, tan leve y tan sutil, pero tan letal que uno no se da cuenta de que lo han tumbado hasta que se revienta la cabeza contra el suelo. En este sentido, "El desencanto" es un bienvenido hachazo en el espinazo de los grandes mensajes de concordia mundial, un frenazo seco en todas las carreras hacia nuestra propia perdición.
Como en tantas ocasiones, hoy he vuelto a repasarlo tras la matanza que tuvo lugar ayer en Paris y, por supuesto, he hallado una base argumental sólida que exponer frente a los que, como siempre, trasladarán la culpa de esta carnicería inexplicable a los bombardeos en Siria, la opresión de Oriente, el capitalismo, las multinacionales y que se empeñan en no ver que agua y aceite no combinan, que dos no hablan cuando uno no quiere y que no son los cuerpos los que golpean las balas ni las gargantas las que se estrellan deliberadamente contra los cuchillos que las cortan hasta la traquea.
"No tienen derecho a llamarse luchadores por la libertad del tercer Mundo. (...) En el mejor de los casos son inadaptados, descarriados, manipulados por ideólogos astutos. Esa gente se jacta de que ama la muerte, lo cual es otra forma de decir que los asustan la vida, la libertad, la elección, la responsabilidad, la modernidad, la realidad. La muerte significa acabar con todos estos desafíos. Es la aniquilación que todo lo iguala. Hace falta un cierto coraje demente para matarse, el tipo de coraje que viene de la intoxicación química o espiritual. Pero hace falta mucho más coraje para vivir, para luchar, para lograr una meta. El islamismo en su apelación a la sumisión moral y al sacrificio del intelecto, no solo representa un medio para aquellos que carecen de esa determinación, sino que positivamente incita a abandonar la voluntad de tenerla. Para este fin ha encontrado fácil acomodo en Occidente. Las sociedades liberales, culpabilizadoras y complacientes, les piden poco(...) y como era de esperar también les ofrecen muy poco. Afganistán e Iraq, cualesquiera que sean los respectivos méritos de las campañas militares sólo son excusas, seudoagravios para ocultar el vacío moral de un culto a la muerte. No hay razón para no decirlo claramente, incluso si uno desea que las tropas se retiran de Afganistán y de Irak mañana y abandona los demócratas a su maldita suerte".
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