El artículo décimo del Tratado de Utrech establece que España, "cede a la Corona de la Gran Bretaña, la plena y entera propiedad de la ciudad y castillo de Gibraltar, juntamente con su puerto, defensa y fortaleza que le pertenecen, dando la dicha propiedad absolutamente para que la tenga y goce con entero derecho y para siempre". Tal vez se pueda decir más alto, pero nunca más claro.
Y quien lo dijo, no fue un chisgarabís de pacotilla, sino el primer Borbón de nuestra historia monárquica, el amigo Philippe de Bourbon, a la sazón, Duque de Anjou y que ha pasado a los libros de historia como Felipe V. El alegre muchacho (por algo era conocido como "el animoso") no tuvo más salida que firmar lo antedicho en 1713 para contentar a los británicos, que alegremente financiaban y apoyaban al Archiduque Carlos de Austria en la guerra de Sucesión española que generó el fallecimiento del pobre Carlos II y que enfrentó a los partidarios de ambas casas reales. Si hizo bien o no, es difícil de dilucidar, pero, lo cierto es que lo hizo y a estas alturas de la partida, negarlo es tener ganas de discutir o disponer de mucha energía para provocar el tabardillo en quienes escuchan, lo que, unido al sopor que provocan los calores veraniegos es mezcla letal. Gibraltar no es español, señores, asúmanlo y céntrense en otros temas, que tela para cortar, no falta.
Cierto es que los hijos de la Gran Bretaña se tomaron la libertad de interpretar a su antojo el Tratado y con la imprescindible pasividad de nuestras autoridades, fueron tomando territorios cercanos aquí y allá e, incluso, se permitieron construir un aeropuerto que entraba de lleno en la Bahía de Algeciras. En ese aspecto, bien está que le toquen las colgantes a su Graciosa Majestad y se exiga a sus autoridades y a los monos que los rodean que reculen y se circunscriban a lo estrictamente "gibraltareño".
Pero como no hacemos más que insistir en que "Gibraltar es español" y ponemos a caldo tibio al ministro Moratinos por intentar cambiar el compás y abandonar la técnica del "ahora voy y no respiro" a través de un intento de mediación diplomática ("La foto de la vergüenza", titulaba indignado "El Mundo" con su habitual gusto por la fanfarria y el amarillismo por la foto del ministro con Fulton y Caruana, como si Moratinos estuviera posando con Bin Laden y Ahmadineyad), pues, es normal que no nos hagan el menor caso. Y así, ni ciudad, ni verja, ni istmo, ni puñeteras ganas de cambiar de bando que infundimos en los veintipocos mil gibraltareños que ni en un millón de años abandonarán una de las economías más estables de Europa (ventajas de los paraísos fiscales) para entrar a formar parte de un país que hace casi cuatrocientos años utilizó sus apenas siete kilómetros cuadrados como moneda de cambio. Y no me extraña, la verdad.
Y quien lo dijo, no fue un chisgarabís de pacotilla, sino el primer Borbón de nuestra historia monárquica, el amigo Philippe de Bourbon, a la sazón, Duque de Anjou y que ha pasado a los libros de historia como Felipe V. El alegre muchacho (por algo era conocido como "el animoso") no tuvo más salida que firmar lo antedicho en 1713 para contentar a los británicos, que alegremente financiaban y apoyaban al Archiduque Carlos de Austria en la guerra de Sucesión española que generó el fallecimiento del pobre Carlos II y que enfrentó a los partidarios de ambas casas reales. Si hizo bien o no, es difícil de dilucidar, pero, lo cierto es que lo hizo y a estas alturas de la partida, negarlo es tener ganas de discutir o disponer de mucha energía para provocar el tabardillo en quienes escuchan, lo que, unido al sopor que provocan los calores veraniegos es mezcla letal. Gibraltar no es español, señores, asúmanlo y céntrense en otros temas, que tela para cortar, no falta.
Cierto es que los hijos de la Gran Bretaña se tomaron la libertad de interpretar a su antojo el Tratado y con la imprescindible pasividad de nuestras autoridades, fueron tomando territorios cercanos aquí y allá e, incluso, se permitieron construir un aeropuerto que entraba de lleno en la Bahía de Algeciras. En ese aspecto, bien está que le toquen las colgantes a su Graciosa Majestad y se exiga a sus autoridades y a los monos que los rodean que reculen y se circunscriban a lo estrictamente "gibraltareño".
Pero como no hacemos más que insistir en que "Gibraltar es español" y ponemos a caldo tibio al ministro Moratinos por intentar cambiar el compás y abandonar la técnica del "ahora voy y no respiro" a través de un intento de mediación diplomática ("La foto de la vergüenza", titulaba indignado "El Mundo" con su habitual gusto por la fanfarria y el amarillismo por la foto del ministro con Fulton y Caruana, como si Moratinos estuviera posando con Bin Laden y Ahmadineyad), pues, es normal que no nos hagan el menor caso. Y así, ni ciudad, ni verja, ni istmo, ni puñeteras ganas de cambiar de bando que infundimos en los veintipocos mil gibraltareños que ni en un millón de años abandonarán una de las economías más estables de Europa (ventajas de los paraísos fiscales) para entrar a formar parte de un país que hace casi cuatrocientos años utilizó sus apenas siete kilómetros cuadrados como moneda de cambio. Y no me extraña, la verdad.