Posiblemente por haberlos habitado desde muy pequeño, tengo facilidad para entrar y salir sin mucha dificultad de los universos paralelos que crean los libros. Mientras tengo el visado en regla, vivo las historias que allí se desarrollan como si fueran la mía propia, enraizándome profundamente con lo contado, llorando con los que lloran y riendo con los que ríen, impermeable al exterior. Pero cuando las circunstancias me obligan a salir de estos otros mundos, cuando cierro el libro hasta otro momento o lo depósito en el lugar que le corresponde en la libreria una vez concluidos (me resisto al maldito e-book. Qué le vamos a hacer) no me supone un esfuerzo excesivo desanudar las maromas y enfilar hacia mi mundo, donde un nuevo universo por explorar espera su turno.
Con "La hora violeta", de Sergio del Molino, no ha sido posible, sin embargo, la transición y desde que penetré por primera vez en su mundo terrible, lo llevó siempre conmigo, adherido a mi piel, inmune a todo. Sus palabras se han posado en mí y han anidado. No puedo sacarlo de mi cabeza. En esta ocasión, el ancla se ha hundido hasta lo más profundo y no hay manera de escorar el barco hacia otro destino. No puedo, sencillamente. No quiero, en realidad.
Y no es, como podría uno imaginar por su temática (la muerte innecesaria y cruel de un hijo cuando apenas ha tenido tiempo de serlo a manos de una leucemia cabrona y asesina) lo que me ha hecho sentir lo que siento. Por mi condición de padre, podría ser una razón, pero no es la primera novela que llega a mi tratando semejante abismo. "Mortal y rosa", de Francisco Umbral o "Paula", de Isabel Allende, no dejaron en mí esta huella tan poderosa. Salí indemne de ellas y en nada cambió mi percepción de las cosas. No hubo dificultad en levar anclas. ¿Porqué ahora no puedo? ¿Qué razón hay para que aquéllas pasaran por mi vida y "La hora violeta" la haya traspasado de lado a lado?
Personalmente creo que la razón es una ausencia. Otra, que se suma a la de Pablo y que no es otra que la del propio autor. En "La hora violeta", el escritor y su dolor no comparten plano. Se atisba al padre. Y a la madre. Y a los familiares. Y al personal médico. Pero en el escenario solo se aprecia claramente el tormento que supone la ignorancia, la falta de un punto de referencia- "mas allá, monstruos"-, la demencial montaña rusa en la que se convierten los días y, por encima de todo la espantosa falta de utilidad que lastra el animo de quien ve como la partida se juega sin poder mover las fichas.
Sin duda habrá habido elaboración en la obra, correcciones, cambios ligeros aquí y allá. El propio autor lo comenta en algún momento y, por supuesto, no lo pongo en duda. Pero es fácil imaginarlo machacando furioso las teclas del ordenador en la devastada soledad de un hotel tras un resultado adverso o una espantosa ecocardiografía. Tan fácil como imaginarlo con el corazón comprimido por la emoción tras distinguir algo de luz esperanzadora tras la puerta, el atisbo de una posibilidad. Aquí no hay efectos especiales, ni cromas. El autor desaparece, se difumina en el espanto que todo lo llena y solo es posible seguir escribiendo para retener a quien apenas tuvo tiempo de ser.
"La hora violeta" es un libro extraordinario. De lo mejor que he leído en toda mi vida. Pero les recomiendo que, de no tenerlo claro, de no haber calibrado con esmero si son o no capaces de afrontar un tema como el que en él se desarrolla y, sobre todo el modo descarnado y visceral en el que Sergio del Molino cuenta lo que vivió su hijo, mejor no lo empiecen. Se van a encontrar con lo siguiente y les garantizo que ya no podrán dejar de leer.
Con "La hora violeta", de Sergio del Molino, no ha sido posible, sin embargo, la transición y desde que penetré por primera vez en su mundo terrible, lo llevó siempre conmigo, adherido a mi piel, inmune a todo. Sus palabras se han posado en mí y han anidado. No puedo sacarlo de mi cabeza. En esta ocasión, el ancla se ha hundido hasta lo más profundo y no hay manera de escorar el barco hacia otro destino. No puedo, sencillamente. No quiero, en realidad.
Y no es, como podría uno imaginar por su temática (la muerte innecesaria y cruel de un hijo cuando apenas ha tenido tiempo de serlo a manos de una leucemia cabrona y asesina) lo que me ha hecho sentir lo que siento. Por mi condición de padre, podría ser una razón, pero no es la primera novela que llega a mi tratando semejante abismo. "Mortal y rosa", de Francisco Umbral o "Paula", de Isabel Allende, no dejaron en mí esta huella tan poderosa. Salí indemne de ellas y en nada cambió mi percepción de las cosas. No hubo dificultad en levar anclas. ¿Porqué ahora no puedo? ¿Qué razón hay para que aquéllas pasaran por mi vida y "La hora violeta" la haya traspasado de lado a lado?
Personalmente creo que la razón es una ausencia. Otra, que se suma a la de Pablo y que no es otra que la del propio autor. En "La hora violeta", el escritor y su dolor no comparten plano. Se atisba al padre. Y a la madre. Y a los familiares. Y al personal médico. Pero en el escenario solo se aprecia claramente el tormento que supone la ignorancia, la falta de un punto de referencia- "mas allá, monstruos"-, la demencial montaña rusa en la que se convierten los días y, por encima de todo la espantosa falta de utilidad que lastra el animo de quien ve como la partida se juega sin poder mover las fichas.
Sin duda habrá habido elaboración en la obra, correcciones, cambios ligeros aquí y allá. El propio autor lo comenta en algún momento y, por supuesto, no lo pongo en duda. Pero es fácil imaginarlo machacando furioso las teclas del ordenador en la devastada soledad de un hotel tras un resultado adverso o una espantosa ecocardiografía. Tan fácil como imaginarlo con el corazón comprimido por la emoción tras distinguir algo de luz esperanzadora tras la puerta, el atisbo de una posibilidad. Aquí no hay efectos especiales, ni cromas. El autor desaparece, se difumina en el espanto que todo lo llena y solo es posible seguir escribiendo para retener a quien apenas tuvo tiempo de ser.
"La hora violeta" es un libro extraordinario. De lo mejor que he leído en toda mi vida. Pero les recomiendo que, de no tenerlo claro, de no haber calibrado con esmero si son o no capaces de afrontar un tema como el que en él se desarrolla y, sobre todo el modo descarnado y visceral en el que Sergio del Molino cuenta lo que vivió su hijo, mejor no lo empiecen. Se van a encontrar con lo siguiente y les garantizo que ya no podrán dejar de leer.
"Este libro es un diccionario de una sola entrada, la búsqueda de una palabra que no existe en mi idioma: la que nombra a los padres que han visto morir a sus hijos. Los hijos que se quedan sin padres son huérfanos y los cónyuges que cierran los ojos del cadáver de su pareja son viudos. Pero los padres que firmamos los papeles de los funerales de nuestros hijos no tenemos nombre ni estado civil. Somos padres por siempre. Padres de un fantasma que no crece, que no se hace mayor, al que nunca vamos a recoger al colegio, que no conocerá jamás a una chica, que no irá a la universidad y no se marchará de casa. Un hijo que nunca nos dará un disgusto y a quien nunca tendremos que abroncar. Un hijo que jamás leerá los libros que le dedicamos."
Sergio del Molino, "La hora violeta" (2013)