martes, 22 de diciembre de 2009

Aventura navideña


En general y salvo contadas ocasiones, no suelo dar cobertura en el ladrillo a momentos o situaciones que acontecen en mi vida. Tiendo más a comentar opiniones, impresiones y preferencias que hechos mondos y lirondos. Sin embargo, un curioso acontecimiento que me ocurrió hace unos días encaja tan ajustadamente con ideas y comentarios vinculados a dos de las últimas entradas publicadas, que no me resisto a compartirla.

Hace unos días, la bella señora Winot, la heredera y servidor decidimos huir de las apreturas y estrecheces que vive el centro de Madrid. El autobús que cogimos, en linea con el estado natural de la ciudad (y al que hace unos días me referí en "Aquí no hay quien viva (en diciembre") rebosaba de fugitivos como nosotros que se alejaban horrorizados de las pistolas de pompas de jabón y los gorros de ciervo decapitado que tan de moda están este año. Si a eso le sumamos un carrito infantil, bufandas, gorros y abrigos voluminosos, es obvio decir que "comodidad" no era el término que más cuadraba con nuestro estado.

Milagrosamente logramos llegar a nuestra parada y, apenas puesto el pie en la acera me di cuenta de que el teléfono móvil que llevaba había desaparecido. La señora Winot demostrando que no solo ve las aventuras de Jack Bauer en "24" sino que, además, las comprende, se lanzó hacia el conductor y al grito de "cierre las puertas, que lleva un ladrón en el autobús", dejó apresado al anónimo delincuente, llamó a la policía y marcó mi numero para detectar la ubicación del mismo y del sustrayente. El respingo dado por una pasajera, nos puso sobre la pista de una sudamericana cuarentona a la que hicimos bajar del autobús para proceder a su registro. Antes de bajar, mi teléfono ya había sido transferido a otro conpinche que se escabulló disimuladamente mientras abríamos las puertas.

De no ser por un señor que nos avisó de este hecho, el mochuelo hubiera volado a su olivo y de mi teléfono nunca más se hubiera sabido. Pero hubo suerte y pude pararlo en un semáforo. Por alguna razón al tipo lo pillé con el pie cambiado y fue anunciarle la visita de la policía y aparecer mi móvil en su mano como por arte de magia. "Toma y déjame", me dijo. Quizás lo suyo hubiera sido hacerle caso y dejarlo marchar. Yo había recuperado lo mío y tenía todo el día para disfrutarlo con mis chicas sin meterme en ningún lío. Pero aquel tipo me había robado y no era descabellado pensar que no fuera su primera vez ni, por supuesto la última. Hoy era mi teléfono, pero, ¿mañana?

El caso es que le amarré de un brazo , le dije que no iba a irse de rositas y que tendría que dar explicaciones a la policía. Se zafó con un soberano empujón y se dio a la fuga., pero, a pesar de mi mejorable estado físico, encontré fuerzas para lanzarme en su persecución. No hubiera aguantado mucho la carrera y de no ser por un caballero cincuentón que se soltó del brazo de su mujer y se plantó como un coloso en la trayectoria del fugitivo, es muy posible que todo hubiera terminado con un sofoco inútil y un ladrón suelto más. Pero no fue así y haciendo gala de aquello que reclamaba en "Punto y final: Andrew Anthony" hace un par de semanas el anónimo caballero decidió romper esa pasividad de grupo tan dañina para la sociedad y entre uno y otro conseguimos dar caza al ratero y custodiarlo hasta que, unos minutos después apareció la policía.

Es cierto que, una vez detenido, la burocracia jurásico-policial a punto estuvo de hacerme recular y pensar que bien podría haber dejado huir al corredor de fondo y así no haber pasado el resto del día en una comisaría esperando la tramitación del atestado. También es cierto que, ahora se da la paradoja de que si no acudo como testigo en marzo al juicio al que, sin duda, el tipo no se presentará, me pueden introducir rectalmente una multa por un importe que triplica el valor del teléfono. Pero tampoco me cabe duda de que volvería a hacerlo y de que yo también me hubiera plantado en la trayectoria del chorizo sin dudar un instante y hubiera colaborado en su captura para alejarlo, siquiera unas horas de las calles. Eso, compensa todo el esfuerzo.

miércoles, 16 de diciembre de 2009

Premio Amante Literario


La periodista, cocinera y curiosa Megsevilla (Meg en su acepción blogosférica), que regenta un pozo de sabiduría culinaria oculto bajo el discreto nombre de "El fogón de Meg" me ha concedido recientemente el premio "Amante literario". En este enlace está la prueba de que no utilizo esta excusa para llenar espacio ("Premios").

Limitándome a seguir las reglas del premio (y obviando, en consecuencia, todo el juego que da el nombre del premio) debo, en primer lugar, incluir en la entrada el logotipo del galardón. No otra cosa es lo que adorna la cabecera de la presente entrega del ladrillo.

En segundo lugar, hay que dejar constancia del agradecimiento que el premiado muestra ante su seleccionadora, lo que, por supuesto, hago con mi querida Meg no solo por cumplir con las reglas del juego sino, sobre todo, porque la chistera que adorna mi testa no está ahí por casualidad sino porque uno es, por encima de todo, un caballero. Nuevamente, un millón de gracias por acordarte de la escombrera.

La tercera pata de la mesa es, sin duda, la más espinosa y obliga a quien recibe el galardón a definir qué es la lectura. El tema es complicado y puede dar pie a una catarata de tópicos de difícil digestión. Meg ha logrado evitarlo en su entrada, pero yo no estoy seguro de conseguirlo. Ante la duda, prefiero remitirme a un tercero y citar un proverbio hindú que, en mi opinión, no puede ser más claro: "un libro abierto es un cerebro que habla; cerrado, un amigo que espera; olvidado, un alma que perdona; destruido, un corazón que llora”

Por último, el prolijo articulado del premio me autoriza a entregar el premio a otras bitácoras a mi elección con el ofrecimiento de que continúen, si así lo consideran oportuno la cadena o "meme" que con esta entrada prolongo un poco más en el tiempo y el espacio. Los seleccionados son los siguientes:

- "Las horas del lobo", del corrosivo y descacharrante Vargtimen. Impagable. una pena que sea del Barcelona hasta el tuétano.

- "Insensatos en MoriaCity", regentado por un inagotable androide de lectura llamado Marguis y cuya biblioteca hace palidecer a la de Alejandría.

- "Ivan Reguera", feudo inexpugnable del homónimo blogero e indispensable lectura diaria. Ideal para recargar las pilas y aferrar el día por el cuello para que no se escape vivo.

- "La cinta de Moebius", tremendo bazar a cargo de Möbius en el que todo (cine, música, literatura...) es posible.

- "De gusanos y lombrices", donde tiene lugar el desarrollo de "El salitre de las botas de Pockollock" la epopeya histórica narrada por el incombustible Mr. Lombreeze.


lunes, 7 de diciembre de 2009

Aquí no hay quien viva (en diciembre)


Vivo muy cerca del centro de Madrid tan cerca que, parafraseando a Groucho Marx, si estuviéramos más próximos, terminaríamos dándonos las espalda. Casi todo lo que me gusta, habita en el centro. Por eso, poder llegar caminando a cualquier cine, museo o restaurante es un lujo tan intenso que pago con gusto el peaje que suponen los atascos, el ruido y el evidente aumento de la densidad de población que existe en sus calles si lo comparamos con todo lo que se aloja fuera de esas lindes.

Vivir en el centro no es obviamente, una experiencia de gusto para todos los paladares. Pero tampoco lo es el pasar tus días en uno de esos barrios que se desarrollan a la sombra del núcleo urbano y que, a pesar de disponer de zonas comunes o estar implantados junto a faraónicos centros comerciales, a día de hoy son escenarios perfectos para el rodaje de los exteriores de "Soy leyenda II". Aunque cuando lo digo, hay personas que me contemplan como si acabara de comunicar mi pasión por la carne humana, prefiero vivir en sesenta metros cuadrados junto a la Puerta del Sol que en un piso de doscientos metros a quince kilómetros de Madrid.

Dicho esto, no obstante, hay veces, la verdad, que a uno le entran ganas de coger la recortada y avanzar por el centro de la ciudad despanzurrando viandantes hasta el pueblo más aislado de la sierra más recóndita de la provincia y aislarse de todo y, sobre todo, de todos. De todos los que aprovechan estas fechas para tomar el centro de la ciudad y convertirla en un lodazal por el que es imposible deambular sin un campo de fuerza protector.

Diciembre es una prueba de fuego para aquellos que, como yo, disfrutan de la razonable superpoblación del centro. Desplazarse por las calles que circundan Sol o Preciados exige un trabajo previo de zapador experimentado que permita evitar las hordas de energúmenos que adornan sus testas con apestosas pelucas afro, cuernos de alce o, la novedad de este año, cabezas de ciervo apeluchadas que incitan a la violencia más extrema. Ensimismados en el fulgor de la iluminación municipal navideña, el rebaño anda disperso y es perfectamente posible terminar con un matasuegras alojado en el fondo de la garganta mientras intentas que el desgraciado que fuma su cigarrito como si anduviera por un valle deshabitado no logre carbonizar a la heredera que, desde su carrito, nos observa con severa censura. No es posible trazar una linea recta. Moverse implica disponer de ubicuidad para no terminar arrasado por avanzadillas de jubilados aletargados, japoneses que bloquean las calles fotografiando todo cuanto queda encuadrado en el objetivo de sus cámaras, y pandas de adolescentes que se comunican en un extraño lenguaje de risotadas, empujones y, esporádicamente, palabras (incluso bisílabas, en ocasiones) que convierten una vuelta a la manzana en un capitulo del "Ulises".

Ayer por la tarde, tomé la equivocada decisión, de pasear mi palmito y el de la heredera por el Mercado de San Miguel, uno de los lugares más concurridos de este concurrido casco urbano. Cuando, oprimido entre bandejas con vino, bolsas de pan y platos de langostinos, me planteaba muy seriamente utilizar el carrito de la heredera como arma arrojadiza, me topé de frente con el actor Fernando Tejero que, a juzgar por su expresión se estaba planteando utilizar con similares intenciones una bolsa que cargaba en la mano derecha. Estuve a punto de soltarle que no andara con esa cara de mala leche, que él ya había vivido en sitios donde no se podía vivir y había sobrevivido, pero, respiré hondo y me mordí los morros. Le pedí paso para la heredera, me lo concedió, le di las gracias y volví a mi casa, mientras pensaba que el bendito siete de enero está a la vuelta de la esquina. Amen.