domingo, 28 de noviembre de 2010

La fuente


Los más veteranos ya conocen mi inquebrantable admiración por la música del maestro Haydn. Aquí y aquí, entre otras ocasiones, he hecho referencia a las múltiples hazañas del padre de la sinfonía. Y ganas no han faltado de glosarlo en más ocasiones, pero uno sabe que incluso una botella de buen vino todos los días desemboca inevitablemente en el alcoholismo.

Nunca debe uno cerrarse en banda. Hay compositores que entran a la primera y otros exigen una mayor atención, una experiencia más dilatada o un determinado estado de ánimo para ser disfrutados en su justa medida. Con la inestimable colaboración de José Luís Pérez de Arteaga y su excelente y muy amena biografía de Gustav Mahler he logrado finalmente adentrarme en el descomunal edificio musical del marido de Alma Schindler y gracias a una interpretación monumental de su cuarta sinfonía, cortesía de Otto Kemplerer y la Philarmonia Orchestra, se han disuelto los tapones de mis oídos y he caido rendido a los pies del gran Anton Bruckner.

Pero por mucho que uno viaje, al final, donde mejor se está es en casa y, cuando de música se habla, mi hogar siempre es el inacabable (solo sus sinfonías ocupan más de treinta discos compactos), ejemplar y apasionante catálogo del compositor de "La Creación", un monumental legado cultural inigualado en la historia donde todos los géneros tienen representación y donde, a cada paso, aparece una estructura novedosa, un hallazgo melódico o una armonía deslumbrante. En compañía de Haydn, no hay lugar para el tedio o la monotonía.

Mi último descubrimiento ha sido la sobrecogedora sinfonía número 49, "La Passione", compuesta con motivo de las festividades de Semana Santa y que, al parecer, causó tal conmoción el día de su estreno que, en un brevísimo lapso de tiempo, transcripciones de la misma llegaron a sitios tan alejados como Padua o estas tierras ibéricas sobre las que nos hayamos a día de hoy y por el momento. Su primer movimiento, un sorprendente adagio de belleza incomparable acompaña mis tardes y las de la heredera desde hace una semana. Que la disfruten.

viernes, 19 de noviembre de 2010

Cuestión de collares


Espectacular la empanada ideológica de los muchachos de la Asamblea Madrid contra el Fascismo. Los que en alegre parentela aparecen retratados y otros cortados por el mismo patrón han empapelado el barrio con carteles como el que acompaña esta entrada y este próximo domingo convertirán el centro de la capital en un colchón de cristales rotos, coches carbonizados y sangre seca. Fieles a su tradición. Puntuales a su cita. Para desgracia de los que aquí vivimos.

Y hablo de empanada monumental porque identificar fascismo con autoridad es no haber entendido una sola coma de lo que en el mundo ha ocurrido desde el Pleistoceno. Eso sin entrar a analizar la incoherencia que supone abominar de la autoridad y conformar una asamblea que dicte el tiempo, lugar y forma para "recuperar la calle" a cuantos a ella se someten. La cuadratura del círculo se convierte así en una obviedad deslumbrante.

Pero no son mejores los que se les enfrentarán con sus brillantes testas, ostentando simbología que apenas comprenden y consignas de manual de las que solo pueden haber tenido noticias en los libros. La mayoría de ellos no sólo han pasado el cien por cien de su existencia en una cómoda y más o menos asentada democracia sino que ni siquiera habitaban en el limbo cuando las últimas luces del fascismo patrio se diluían hace ya treinta y cinco años.

Unos y otros con su verborrea de patio de colegio convertirán como cada año mi barrio en un campo de batalla que obligará a quienes vivimos en él a enclaustrarnos en nuestras casas o huir al campo con la esperanza de que, en esta ocasión, no prendan fuego a nuestro coche o destrocen a pedradas las ventanas tras las que nuestros hijos se ocultan con la más completa estupefación grabada a fuego en su rostro. Algo une, no obtante a unos y a otros, eso sí: lo harán sin derecho alguno, sin la menor autoridad, como siempre lo han hecho. En eso al menos, son coherentes y se asimilan.

lunes, 15 de noviembre de 2010

¿Autobiografia?


No creo desvelar secreto alguno si confieso que Tarquin Winot no es mi nombre real, sino un afortunado seudónimo adoptado como consecuencia directa de esa tendencia al anonimato que suele actuar de canalizador en los vínculos que se crean a través de Internet. Por no ser, Tarquin ni siquiera es una creación mía.

El mérito de tan sonoro y musical nombre es responsabilidad del escritor británico John Lanchester, que, tomando elementos del pérfido Tarquino shakespeariano, convenientemente perfumado y acicalado, lo convirtió en el protagonista absoluto de su primera novela, "En deuda con el placer", una de las obras literarias más inclasificables, brillantes y desconcertantes que han pasado por mis manos, si no la que más.

La primera vez que supe del amigo Tarquin fue en un suplemento cultural de El País que ojeaba mientras esperaba turno en la poco refinada peluquería a la que por entonces acudía a reparar mi encopetada testa. En su reseña, el entusiasmado crítico hablaba maravillas de esta obra a medio camino entre la biografía, el libro de cocina y los relatos victorianos de misterio. Por encima de la fascinación que semejante mezcolanza de géneros me produjeron, de inmediato captó mi atención el refinado clasista intelectual (Imana dixit) que actuaba como omnipresente narrador y que, al parecer, manipulaba el lenguaje, convirtiéndolo en un siniestro manto con el que sumergía en sombras a voluntad cuanto en sus páginas se desmenuzaba y que no era otra cosa que su propia vida.

Con estos mimbres y recién salido de mi experiencia con Bret Easton Ellis y su "American Psycho" es comprensible entender que lo mío con Tarquin fuera amor a primera vista. Y como pasa con los amores que son para toda la vida, la lectura de "En deuda con el placer", no hizo sino fortalecer las impresiones cazadas a primer requerimiento en aquella peluquería de cuarta regional donde todo empezó.

Lanchester ha demostrado posteriormente que es uno de los mejores escritores que existen en este momento (su último libro, "¡Huy!" es el más logrado, didáctico y entretenido estudio sobre la crisis que se ha publicado hasta el momento) y, probablemente, "En deuda con el placer" no sea la mejor de sus obras (sí, la más fascinante, pero eso es otro asunto). De lo que nunca será capaz es de superar el hito que supuso la creación de Tarquín Winot.

Y es que desde el primer momento, el pedante y egocéntrico sibarita que entrega al lector su particular physiologie du goût y que no duda en proclamar que "los límites del placer aún no han sido ni fijados ni conocidos" resulta completamente irresistible. Poco importa que aquí y allá, entre una excelente receta para cordero y una disquisición sobre el acto que define nuestro siglo (el asesinato, en su opinión, del mismo modo que en otros lo han sido la oración o la mendicidad) aparezcan veladas noticias sobre fallecimientos accidentales, cacerías que acaban en desgracia o cocineros que se disuelven en sus marmitas.

Resulta tan convincente cuando califica de "imperdonable" llamar entrantes a los "entrantes" (porque a los postres nadie osa llamarlos "salientes") que incluso se le mira con buenos ojos cuando exclama que un asesino, a diferencia de un artista, está mejor adaptado a nuestro tiempo, ya que "en vez de dejar detrás una presencia, deja algo igual de definitivo y logrado: una ausencia". Siniestro, no digo que no. Pero inatacable.

A veces creo que mi fascinación por el amigo Winot (con la de este verano ya son cinco las veces que he leido su "biografía") es algo excesiva. Pero al mismo tiempo y, a menos que la memoria me esté jugando una mala pasada, aún no he envenenado a ninguno de mis invitados (al menos voluntariamente), por lo que todavía parece existir una linea divisoria entre ambos. El problema es que, como dice la bella señora Winot, hay días en que esa división se nubla y se hace difusa. Días como hoy, imagino.

domingo, 7 de noviembre de 2010

La madre del monstruo


Dice Rojas Marcos que existe una tendencia muy marcada a imaginar que los asesinos o los violadores son ajenos a quienes nos horrorizamos con sus crímenes, una especie diversa a la formamos los que cerramos los ojos ante el resultado de sus acciones. Es, por supuesto, un muro defensivo que levantamos para evitar asumir el hecho de que aquellos a los que llamamos monstruos comparten con nosotros hasta el último átomo de humanidad y que no surgen del infierno por generación espontánea.

Y es que lo comprendamos o no, quienes torturan o asesinan llegan a este mundo por el mismo canal que cualquiera de nosotros y, en consecuencia existe siempre una madre o un padre que, en muchas ocasiones (sin duda, en otras no) deben vivir con el remordimiento o la culpa insoportable de haber criado un monstruo. ¿Dónde me equivoqué? ¿Hubo opción de cambiar las cosas? ¿Pude detener lo que creía intuir y no lo hice? Eva, la protagonista de "Tenemos que hablar de Kevin", una excelente novela de la norteamericana Lionel Shriver a la que acabo de dar carpetazo, intenta dar respuesta a todas estas incógnitas.

La forma elegida por la escritora norteamericana para contestar a estas preguntas es epistolar, estructurando el relato en forma de largas cartas que Eva Khatchadourian escribe a su marido, Franklin, y en las que analiza todo cuanto precedió, sucedió y generó "aquel jueves" en el que el hijo de ambos, Kevin, acudió a su instituto y cosió a flechazos con su ballesta a una docena de sus compañeros de clase.

Su forzada maternidad, generada más por el deseo de no estar sola que por el de perpetuarse, los primeros indicios de que algo anda mal en Kevin (su ceñudo silencio, las rabietas incontrolables) los accidentes que empiezan a generarse a su alrededor, sus desafíos apenas encubiertos, el modo en el que manipula a cuantos permanecen en su radio de acción. Eva se culpa por aquello, por haber visto claramente la maldad que anidaba en el interior de su hijo y no haber sido capaz de detenerlo, pero también culpa a su marido por haber estado ciego y, por supuesto, nunca haber querido hablar con ella sobre lo que Kevin generaba a su alrededor. Ahora, cuando todo se desmorona a su alrededor es cuando tiene que afrontar que su hijo es, sencillamente, un monstruo. Culpa, dolor, desconsuelo, desesperanza.

No es esta, sin duda, una novela fácil de leer. Shriver no se anda por las ramas y en las cartas de Eva, aparecen en impúdica desnudez todos los males de nuestra sociedad y todo lo que permite la disolución de la familia (la falta de comunicación, la cultura televisiva, la avaricia) . "Tenemos que hablar de Kevin" es cruda, violenta y amarga (la imagen tradicional de la maternidad es pulverizada por la escritora norteamericana que no duda en poner en boca de la doliente Eva algunas frases verdaderamente demoledoras sobre lo que supone ser madre) e, incluso, esporádicamente, en sus más de 600 y absorbentes páginas hay lugar para un humor negrísimo, como petróleo concentrado, ácido, oscuro y corrosivo.

Resulta tal vez excesivo y maniqueo el retrato de Kevin como pura maldad desde su más tierna infancia y resulta poco sostenible la estupidez ilimitada con la que Franklin hace caso omiso a todos los avisos de Eva acerca del carácter diabólico de su hijo, pero esos detalles, aunque empañan un tanto el resultado final no lograr evitar que "Tenemos que hablar de Kevin" sea una obra apasionante y absorbente que no se despega de tus dedos y que pide gritos una adaptación cinematográfica con la que David Cronenberg haría maravillas.