Buenas noches a todos menos a los que hacen de la previsibilidad su bandera. A esos, a los que se les ve venir de lejos, a los que nos llevan a poner los ojos en blanco o a cruzarnos de acera para evitar su cháchara sobada y correosa, a esos, como decía, a esos, ni agua.
Esta noche vengo a hablarles brevemente del escritor (franco) norteamericano Jonathan Littell y, más concretamente de su novela "Las Benévolas", cuya lectura es una de las cosas más interesantes que pueden hacer ustedes con su tiempo.
A sus 39 primaveras, en 2006, Littell revolucionó el panorama narrativo europeo con esta novela cuyo mérito fundamental no es simplemente ser excelente sino, sobre todo, minar sus casi mil páginas con todo tipo de excentricidades cuyo objetivo claro y evidente es acabar con el lector. Sí, damas y caballeros, aunque parezca mentira, Littell cosechó los elogios más encendidos, la admiración de medio universo literario y todos los premios por juntar letras que nuestros vecinos gabachos pueden entregar, con una novela que maltrata con brutalidad a todo aquel que pretenda adentrarse en sus páginas.
En todos mis años lectores, nunca me había encontrado con una novela que tuviera tan poco interés en interesar, si me permiten el chusco juego de palabras, ni a un escritor a quien le importara menos la prensa (no concede apenas entrevistas y las pocas que he visto harían las delicias de Faemino y Cansado), la aristocracia literaria (no se ha dignado recoger premio alguno de los muchos concedidos. Y hablamos del Goncourt, entre otros) y su propia carrera (en los últimos doce años ha publicado entre poco y casi nada. Parece demasiado ocupado disfrutando de la vida en Barcelona con su mujer y sus hijas). Si conocen un caso medianamente parecido al de este muchacho, no duden en avisar.
En todos mis años lectores, nunca me había encontrado con una novela que tuviera tan poco interés en interesar, si me permiten el chusco juego de palabras, ni a un escritor a quien le importara menos la prensa (no concede apenas entrevistas y las pocas que he visto harían las delicias de Faemino y Cansado), la aristocracia literaria (no se ha dignado recoger premio alguno de los muchos concedidos. Y hablamos del Goncourt, entre otros) y su propia carrera (en los últimos doce años ha publicado entre poco y casi nada. Parece demasiado ocupado disfrutando de la vida en Barcelona con su mujer y sus hijas). Si conocen un caso medianamente parecido al de este muchacho, no duden en avisar.
"Las benevolas" nos presenta a Max Aue, un joven alemán, cultivado, sibarita, con tendencias homofílicas e incestuosas que acaba afiliándose a las SS durante la campaña rusa de la Segunda Guerra Mundial. A través de sus ojos, contemplamos todos los horrores de la guerra hasta la caída de Berlin mientras Aue interactúa con Himmler o Mengele, participa en el planteamiento de la Solución Final al tema judío o se encierra con el mismo Führer en su bunker en el ocaso de la guerra. Si a Forest Gump le arrancaran el alma, le inyectaran un cinismo de alta calidad (en un momento dado, Aue dice que no se arrepiente de nada, que hizo el trabajo que tenía que hacer y que es cierto que hacia al final es muy posible que se excediera, pero que no fue el único que perdió la cabeza. Casi nada) y lo mandaran a ejecutar presos en los barrancos de la zona tendríamos un clon muy aproximado de Aue, que ya les digo que es un personaje repugnante, pero irresistible. La temática, como ven es tremendamente sugestiva, pero no es de las que levantan a uno el ánimo en un día melancólico. Y ya les aviso que Littell no escatima en detalles escabrosos, eso sí, documentados con una prolijidad de entomólogo "cum laude".
Littell desbordando simpatía en un coloquio |
Si el fondo ya obliga a tomar aliento cada pocas páginas, imagínense la tarea si además la forma está diseñada para invitar al lector a hacer cualquier cosa menos seguir leyendo. Y no me refiero solo a sus muchas páginas (casi mil) sino a la estructura misma de los textos. En "Las Benevolas", no hay apenas puntos y apartes, los capítulos son extensísimos (el quinto abarca casi 300 páginas) y, por expresa petición, al parecer, del autor, el tamaño de la letra es excepcionalmente pequeña (con caracteres ordinarios el libro habría alcanzado sin problemas las 1.500 páginas). No contento con esto, Littell utiliza en todo momento la jerigonza militar nazi, de modo que sus párrafos están llenos de Oberführers, Haupfeldwebels, Rottwachtmeisters, Sturmbannführers, Anwärters y demás fauna que complica enormemente la lectura. En un aislado momento de compasión hacia el que pasa las páginas, el autor incluye unas tablas y unos apéndices para orientarnos un poco en la tormenta, pero no sé si es mejor el remedio que la enfermedad. Por último, cuando el lector piensa que el punto sin retorno ha sido superado y que la obra de Littell ya no nos lo puede complicar más, entra en escena el penúltimo y claustrofóbico capítulo llamado paradójicamente "Aire" que nos sumerge en una pesadilla oniricoeroticomasoquistadadaista de más de cincuenta abigarradas páginas que es como hacerse un par de pruebas Ironman un día de resaca. Si uno sobrevive a esto, el resto, a pesar de ser también intenso, es pan comido.
Releyendo la entrada me doy cuenta de que igual se les están quitando las ganas de entrar en "Las benévolas". Nada más lejos de mi intención. La obra de Littell es muy recomendable, de lo mejor que ha pasado por mis manos en los últimos años. Compone con mucho arte un retrato documentado, verosímil y objetivo de lo que pasó en esos años terribles. La trama avanza con ritmo y Littell narra con detalle y precisión hechos fundamentales del conflicto (atención a la parte referida a la masacre de Babi Yar o al cerco de Stalingrado. Imposible dejar de pasar las páginas) y ocupa su tiempo en desmontar de forma sencilla las difíciles relaciones entre las muchas secciones, subsecciones y departamentos que componía el organigrama nazi. Digamos que leer "Las benévolas" es como ver una de aquellas películas de terror de nuestra infancia: nos tapábamos los ojos con las manos para achicar el miedo. Pero no había forma de evitar mirar a través de los resquicios para no perder detalle.
Dice David Trueba, siempre brillante en sus razonamientos, que el arte de no hacer lo que se espera de uno, exige la precisión del cirujano y la testarudez del loco. Uno se puede seccionar una falange o acabar en el fondo de una manicomio orientando su existencia con este faro. Yo estoy muy lejos de funcionar así, pero no puedo negar que siento una simpatía especial y un poco envidiosa por quien se atreve a ponerse el traje de zapador en un llano como en el que nos ha tocado vivir. El preciso y testarudo Jonathan Littell es sin duda un claro ejemplo de este tipo de gente en claro peligro de extinción.