lunes, 27 de octubre de 2008

Él, nosotros y ellos


No son pocas ni, desgraciadamente, escasas las oportunidades en las que el presidente del gobierno, José Luís Rodríguez Zapatero, se ha puesto en evidencia frente al mundo y, en consecuencia, ha hecho lo propio con aquellos a quienes representa. Desde sus patéticos desplantes a los Estados Unidos, pasando por su vehemente negativa de la crisis que asola el mundo financiero y, por tanto, al mundo entero, sin olvidar sus guiños a temibles gobernantes como Hugo Chavez o Fidel Castro. Resulta difícil encontrar un personaje público con mayor habilidad para hacer el ridículo, y eso que en el mundo de la política, los tocinetes sectarios y demagogos proliferan con soltura. Por eso, la absurda cruzada iniciada recientemente para lograr la presencia de España en la reunión que se celebrará en Washington el próximo mes de noviembre y a la que acudirán los representantes de las economías más fuertes del mundo, no debería sorprenderme.

Y sin embargo, este siniestro Tetris, esta versión adulterada del juego de la silla que el gobierno ha iniciado para lograr que nuestro presidente luzca el palmito cerca de la Casa Blanca, logra sacarme de mis casillas con aún mayor ferocidad que hasta ahora. Resulta asombroso que, con la que está cayendo, el cabalo de batalla de Zapatero y su panda sea que España contribuya con sus aportaciones a la refundación del capitalismo, la regulación de los mercados financieros y la cuadratura del círculo entre otros temas. Y para ello, no dudan en enredar en su maraña exasperante al Rey, al presidente del Banco Central Europeo y al marido de Carla Bruni, antes conocido como presidente de Francia.

Argumentan que nuestra economía juega en la Champions League, que las medidas adoptadas van a fulminar la crisis con la misma rapidez con la que el Ibex35 perfora soportes y, por supuesto, que todo es culpa de Bush, que aún anda escocido por el dolor de espalda que impidió a nuestro presidente levantarse ante las barras y estrellas hace ya unos años, cuando ni por lo más remoto imaginaba que sería presidente del gobierno. Y probablemente todo esto sea verdad, no digo que no. Pero, si, efectivamente lo es, ¿qué necesidad hay de montar este circo? ¿Empezaremos a jugar en la Intertoto si no nos gastamos el dinero en viajar al país del escocido cowboy? Si no necesitamos la ayuda ni los conocimientos de los demás porque estamos mejor preparados que el resto de la humanidad, ¿es realmente preciso gastar tanto capital humano y económico en estos momentos en los que el paro roza máximos históricos, la recesión extiende su manto sobre la economía nacional y los ciudadanos confían más en la Bruja Lola que en el sistema bancario?

No tengo la menor idea de si, finalmente, Zapatero asistirá o no a la famosa reunión de Washington. En poco o nada va a influir la misma en que tengamos mayores o menores dificultades para llegar a fin de mes. Pero, personalmente, prefiero que no acuda. Sería menos contraproducente si se quedara en su casa y nos ahorrara la imagen de verlo, como a Peter Sellers en la película "El guateque", arrinconado en una esquina de la mesa, con las rodillas a la altura de los hombros, sentado en una silla traida de cualquier parte para evitar que permanezca en pie, ignorado por todos y repartiendo sonrisas a los verdaderos invitados que no cesan de preguntarse si el español viene de parte del novio, de la novia o, sencillamente, se ha equivocado de boda.

sábado, 18 de octubre de 2008

Contra la pereza


El médico mallorquín, Bartolomé Beltrán, polifacético ser humano que, tan pronto, compra un equipo de fútbol como receta comprimidos contra la diarrea crónica, paseó su palmito durante los años noventa por los estudios de Antena 3 Televisión, perpetrando artefactos como "La salud es lo que importa", "De tú a tú" o mi favorito, "Viva la vida".

Recuerdo que era muy estimulante contemplar su rostro sonriente a tempranas horas de la mañana saludando gentilmente a los espectadores con un "buenos días, con alegría" que, realmente lograba que olvidáramos el madrugón y nos dispusiéramos a desayunar con optimismo y buen humor. El problema es que, a los pocos segundos, iniciaba el anticipo de los temas a tratar durante la mañana y era entonces cuando se te cortaba la leche del café y, era difícil no echar la magdalena. Cáncer terminal, vasectomías a pelo, trepanaciones sin censuras. Imagino que trataría otros temas en las numerosas horas del programa, pero, al menos a un servidor, se le quitaban las ganas de todo y acudía a sus clases sumido en pesadillas en las que ensaimadas gigantes introducían perlas de Manacor por mi garganta mientras Bartolomé reía en la distancia, desenfundando el escalpelo.

De modo, queridos amigos, que, si lo que uno quiere es, expulsar la pereza de nuestro cuerpo, levantarse como un resorte de la cama, desayunar con una sonrisa en la cara y afrontar el día con las pilas en carga máxima, olvídense de la televisión y del hiperactivo doctor y no duden en escuchar el cuarto movimiento de la sinfonía número 104, "Londres" de mi adorado Franz Joseph Haydn. Los días cunden más. Palabrita.


sábado, 11 de octubre de 2008

Idioteces castizas

Resulta paradójico comprobar cómo el único modo de garantizar las libertades de un individuo en la sociedad es a través de la estricta limitación de la de los demás. Las leyes se expanden con tal celeridad que resulta difícil atravesar una linea sin arriesgarse a chocar con alguna norma que lo impida. Ya lo dijo Napoleón Bonaparte, con tantas leyes, nadie está seguro de no ser ahorcado. Y, como tantas veces ocurre cuando la cantidad prima sobre la calidad, muchas de esas leyes no sólo resultan injustas e, incluso, inmorales, sino que incluso, en ocasiones, se precipitan violentamente en la estupidez.

Ayer, sin ir más lejos, el Alcalde de Madrid, Alberto Ruiz Gallardón, se ha sacado de la manga una ordenanza municipal que, entre otras medidas, prohibe la existencia de hombres- anuncio y la entrega de publicidad en la vía pública. La primera norma pretende hacer desaparecer tan añeja figura por considerar que "ataca la dignidad de la persona". Imagino que, Fernando Alonso o Paul Gasol no pisarán en los próximos años el centro de la capital, por miedo a que les apliquen la normativa. Si bien sus emolumentos son muy superiores a los de un humilde hombre anuncio, no dejan de ser personas que portan publicidad de una determinada marca a cambio de una retribución. Respecto a la vejada dignidad de los hombres anuncios, la verdad, creo que cualquier "mileurista" que se deje la vida por un sueldo miserable en uno de los múltiples contratos temporales que se firman en Madrid, tendría mucho que decir sobre el tema.

Por su parte, la prohibición de repartir publicidad en las calles no sólo priva de un importante medio de obtener ingresos a multitud de comercios sino que además provoca un asombroso desplazamiento de la culpa del lamentable estado de limpieza del centro de la ciudad. Y es que quienes afectan directamente a la imagen de las calles no son quienes reparten papeles en la calle ni las empresas que los contratan sino los orangutanes, vestidos de ciudadanos, que sin apenas mirar lo que les entregan, lo estrujan y lanzan a la vía pública. A ellos es a quienes hay que aplicarles las leyes que ya existen.

Con medidas como éstas, mi ciudad se convierte, día a día, en un peligroso campo de minas esparcidas sin orden ni concierto, por el que es difícil pasear sin sentir en la nuca el aliento de alguna norma estúpida que venga a estropearte la tarde. Porque prohibir la entrega de publicidad con la excusa de que ensucian la calle es tan estúpido como prohibir el comercio de pipas porque la gente escupe las cáscaras al suelo cuando las comen. Iba a decir que eso aún está permitido, pero me pongo algo encima y bajo la tienda de la esquina a comprar unas cuantas bolsas. Por si acaso.

martes, 7 de octubre de 2008

Morgan, el plúmbeo


Su presencia en una película suele ser garantía de calidad. Sin entrar en mucha profundidad, obras como "Cadena Perpetua", "Sin perdón" o "Million Dollar Baby" así lo acreditan. Pero no es menos cierto que cuando Morgan Freeman se pasea por una pantalla, las posibilidades de sufrir un discurso plomizo y aburrido sobre la reproducción asexual del escarabajo pelotero aumentan de manera exponencial.

Da igual que su papel sea el de un curtido policía de turbio pasado, un presidiario que busca la reinserción o el jefe de una hermandad de asesinos huidos de Matrix. En algún momento y sin mediar preaviso, Morgan desplegará una chapa de plomo sobre el infortunado protagonista y para su deseperación y la de los sufridos espectadores iniciará una cháchara incesante y monocorde, generalmente con obvia moraleja, que dejará a su víctima con el esfínter dilatado hasta nuevo aviso.

Además, al tratarse de un "secundario de lujo" y "un actor de carácter" perpetra sus crímenes verbales con un aire de superioridad bastante cargante y, normalmente, en pie frente a su presa, con el semblante pétreo y un aire de resabiadillo muy estomagante, mientras observa el auditorio con un aire de "déjame que te cuente, limeño" que echa de espaldas.

Es una pena, porque, en general, participa en proyectos altamente interesantes, pero su incontinencia verbal me lleva a huir acobardado de aquellas películas en las que este hombre asoma la nariz. Tan pronto como se dé anuncio a su papel de miembro de una asociación de sordomudos volveré a intentarlo, pero mientras tanto, Morgan, ahí te quedas con tus comidas de oreja y tu voz en off. Parafraseando a Joaquín Sabina, estas orejas no sufren más por ti.