miércoles, 22 de diciembre de 2010

La fiesta de Bakshi


Blake Edwards falleció la semana pasada en Brentwood (California), a los 88 años de edad. Con su desaparición, los amantes del cine perdemos el último eslabón que quedaba entre los grandes directores de comedia pura y quienes, a día de hoy, pretenden hacer reír a los espectadores utilizando las herramientas que aquellos utilizaron con habilidad y precisión suiza y que, en manos modernas, no siempre funcionan del mismo modo.

Junto con Billy Wilder, el director de "Victor o Victoria" ha sido para un servidor, garantía de diversión. En realidad, el estilo de ambos son polos opuestos: el creador de "Con faldas y a lo loco" estimulaba más la materia gris a través de unos diálogos antológicos y una ironía sangrante mientras que Edwards, admirador incondicional del humor mudo de Laurel y Hardy o Buster Keaton, planteaba en sus obras una diversión más visual, más física y directa que la que aparecía en las comedias del maestro Wilder. Y si en una película alcanzó su cénit este humor recio que fue el sello personal del fallecido director norteamericano, esa fue, sin duda alguna, "El guateque".

Mi primer contacto con "El guateque" fue una noche en la que la segunda copa de más era ya sólo un recuerdo. La televisión de aquel bar estaba encendida y entre vapores etílicos distinguía de cuando en cuando al genial Peter Sellers, opositando para ser Baltasar en la próxima Cabalgata de Reyes y repartiendo sonrisas en una fiesta en la que no parecía encajar. Me acosté varias horas después con una melopea fenomenal y la nebulosa sensación de que tras esas imágenes difusas que retenía en la memoría habitaba una gran película.

A la mañana siguiente, mi resaca y yo enfilamos al videoclub (¡qué tiempos!) y con cuatro pinceladas, el encargado supo al instante de lo que estaba hablando. Aquella tarde, tras una reparadora siesta de las de bacinilla y padrenuestro, metí la cinta en el vídeo y pasé los noventa minutos más divertidos de mi vida. Desde entonces he pasado por la experiencia de ver "El guateque" en numerosas ocasiones. Demasiadas, según la bella señora Winot. Nunca suficientes, según el que suscribe.

Hay que estar en plena forma para no perecer durante la proyección de "El guateque": no es fácil aguantar una hora y media sin parar de reír. Hay abdómenes que pueden no soportar tanto trabajo. Literalmente, desde el primer segundo, los gags (odio el palabro, pero, la verdad, no logro encontrar un término cristiano que transmita la misma idea) comienzan a sucederse en la pantalla y no dejan de generarse durante una hora y media torrencial en la que es imposible dejar de reír y que cambió el mundo de la comedia para siempre jamás.

La intención de Edwards era que "El guateque" fuera una película muda: un actor calamitoso de origen indio (Peter Sellers, perfecto como el inolvidable Hrundi V. Bakshi) es invitado por error a una fiesta de jerifaltes del mundo del cine, donde su excepcional torpeza provoca todo tipo de disparates. Punto. Apenas sesenta páginas de guión y una sumisión total del director a la improvisación de sus actores (de hecho, Edwards sólo colocaba las cámaras una vez que los protagonistas habían ensayado sus escenas y aportado sus ideas). Si bien me alegro de que su idea no triunfara (nos hubiéramos perdido el asombroso trabajo de Sellers hablando en hindi y, por supuesto, la extraordinaria secuencia de Bakshi alimentando a un loro nunca hubiera podido ser tan redonda) es evidente que "El guateque" puede verse sin sonido y disfrutarse (casi) con la misma intensidad.

Los minutos antológicos que preceden a los títulos de créditos (excelentes, por cierto, y donde también se suceden los chistes a ritmo de Henry Mancini), la odisea con el zapato blanco, el encuentro con Wyoming Bill Kelso (un divertido y jovencísimo Denny Miller), la mítica cena con Sellers acurrucado en una esquina mientras los pollos asados vuelan por los aires y los camareros reparten la ensalada con las manos, el momento musical con "Nothing to lose" y por supuesto, Sellers, Sellers y Sellers que hace una interpretación de capitán general y que carga casi al completo con la película sin apenas desaparecer de plano en los más de noventa minutos de metraje. Y digo casi porque por allí también pulula el etílico camarero que inmortaliza Steve Franken y cuyas memorables apariciones en pantalla logran incluso eclipsar el desmesurado talento del quisquilloso y genial actor británico.

Imagino que la mayoría ya habréis visto esta indiscutible obra maestra. Los que no, pueden enviarme un correo a mi dirección de e-mail para que les dé mis señas: una recomendación como ésta, bien se merece una buena botella de brandy. Aunque, como bien sabe el camarero Levinson, Bakshi no bebe.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Paréntesis (3ª parte)


Han pasado ya más de tres años desde que confesara aquí, mi adicción por las series. Desde entonces, poco ha cambiado: la pantalla grande sigue ofreciendo, aquí y allí, memorables momentos que le reconcilian a uno con el cine (ahí está como muestra esa obra maestra que es la tercera entrega de "Toy Story" , simplemente perfecta en todos sus aspectos), pero el pescado de calidad, como viene siendo habitual desde entonces, se vende en el mercado televisivo. Y cada vez hay más. Y cada vez, de mejor calidad.

Las ya consolidadas siguen demostrando que es difícil batirlas y que sus propios puntos sin retorno no son sino el preludio de algo aún más grande, como demuestra, por ejemplo la excelente "Dexter", cuyo flamante y perturbador final de temporada el año pasado parecía difícil de superar y que está ofreciendo una quinta entrega simplemente redonda (Tik,tik,tik... that's the sound of your life runni' out).

Pero, por si fuera poco, cada mes, por no decir cada semana, algo nuevo e interesante sale al mercado ("Rubicon", "Nikita"....) que se une a la lista de temas pendientes, destrozando nuestros intentos de desintoxicarnos y tentándonos con nuevas intrigas o personajes que, a poco que nos descuidemos, nos conducirán nuevamente a la senda del insomnio. Las siguientes han privado de sueño al Clan durante este año 2010 que ya acaba y, mucho me temo, seguirán haciéndolo durante el siguiente.

LUTHER: Para esto de las series, la BBC es garantía de calidad. Además tienen la sana costumbre de comprimir sus productos en tandas de seis episodios lo que obliga a ir al grano desde el primer momento y no alargar las tramas innecesariamente, evitando, de ese modo, que el espectador abandone el barco por puro aburrimiento antes de llegar a tierra. John Luther (interpretado con una intensidad asombrosa por Idris Elba) responde al tópico del policía expeditivo pero eficaz a quien su trabajo priva de felicidad marital y cuya clarividencia deductiva le otorga el temeroso respeto de sus superiores. La resolución de un secuestro y el vínculo que se establece entre Luther y una sospechosa de asesinato (la fascinante Ruth Wilson) constituye el tronco que vertebra la serie. A su alrededor, nacen los distintos casos a los que el torturado detective hace frente durante los seis capítulos que componen esta primera temporada cuya traca final es un espectáculo de primera magnitud que deja al espectador sin aliento y contando el tiempo que falta para la segunda entrega. Lo mejor del año, sin la menor duda.


JUSTIFIED: Odio a Timothy Olyphant con toda mi alma. Destruyó por completo la cuarta entrega de las aventuras de John Mclane ("Die Hard 4.0") creando un villano tan soso como risible y no contento con ello, se peló la testa y perpetró "Hitman", hundiendo en la miseria a uno de los personajes de videojuego más carismático que existen. De modo que imaginarlo dando el perfil como, Ryland Givens, un agente federal con aires de John Wayne (sombrero cowboy, incluido) trasplantado al Kentucky profundo desde las soleadas playas de Miami, parecía una utopía. Y, sin embargo, desde la memorable secuencia inicial (un diálogo del tipo "averquienlatienemaslarga"), Olyphant creo un nuevo icono televisivo que se pasea por la docena larga de episodios de esta primera temporada, resolviendo enigmas, ganándose enemigos y arrugando las sábanas de su cama en compañía de la explosiva Joelle Carter. Lástima que el final de temporada sea, simplemente, bueno; de haber mantenido el listón de los capítulos precedentes, hablaríamos de un clásico.


HOW I MET YOUR MOTHER: A estas alturas de la serie (en Estados Unidos, su sexta temporada ya ha pasado el ecuador), poco importa quien fuera la madre de los hijos de Ted Mosby. En realidad, el que menos interesa es, precisamente, Ted Mosby, cuyas tribulaciones siempre han sido mucho menos adictivas que la familia de Marshall y sus costumbres cuaternarias, las miradas de "estas muerto para mi" de la encantadora Lilly, lo muy canadiense que puede llegar a ser la bellísima Robin Scherbatsky y, por supuesto, cada linea de guión que los creadores de este divertidísimo manjar televisivo ponen en boca del gran Barney Stinson, lider espiritual de Occidente y terror de las nenas en los cinco continentes a pesar de estar encarnado por Neil Patrick Harris, homosexual confeso y feliz padre de gemelos. Un par de capítulos y uno puede afrontar el día mejor que con un litro de bífidus activo.

DESPERATE HOUSEWIVES: Lo confieso, estoy enganchado a las tribulaciones de las cuatro pijas de Wisteria Lane desde hace más de siete años. Como es de imaginar, tras más de cien capítulos, es difícil mantener el listón y no repetir esquemas, misterios o chistes. Pero para quienes nos basta con ver a ese pedazo de actriz que es Felicity Huffman o para quienes nos sigue fascinando la curiosa estructura circular de las temporadas y, me atrevería a decir, de cada capítulo, poco importa que Teri Hatcher esté cada día más acartonada, que los enigmas resulten cada vez más previsibles y que la salida de Kyle MacLachlan en la presente temporada haya privado a la serie de uno de los personajes más logrados, divertidos y humano de los muchos que han vagabundeado por esas avenidas lujosas y pretenciosas en las que, nunca mejor dicho, es difícil saber lo que se oculta tras cada puerta cerrada o lo que encierra una sencilla cesta de magdalenas caseras.

THE WALKING DEAD: Recién concluida su primera temporada, ya podemos decir que estamos ante uno de los acontecimientos que marcarán una época en el mundo de las series televisivas. La verdad es que con el material que Robert Kirkman ha ido proporcionando en los últimos años con los comics homónimos que lleva escribiendo desde 2003 (y que se acercan ya a los 80 volúmenes) era difícil errar. Pero en cualquier caso, hay que reconocer el mérito de AMC a la hora de apostar a pleno pulmón por esta historia de supervivientes en un ambiente canibal y apocalíptico que se configura desde un primer momento como una adaptación de lujo , violenta y respetuosa con el tono sucio y salvaje de los comics y que cuenta con el aval del propio Kirkman y de un director de la categoría de Frank Darabont., verdadero impulsor del proyecto La primera temporada ha resultado terriblemente corta y excepcionalmente interesante. La segunda, que duplicará la duración de ésta, ya nos tiene en vela. Paciencia.

domingo, 28 de noviembre de 2010

La fuente


Los más veteranos ya conocen mi inquebrantable admiración por la música del maestro Haydn. Aquí y aquí, entre otras ocasiones, he hecho referencia a las múltiples hazañas del padre de la sinfonía. Y ganas no han faltado de glosarlo en más ocasiones, pero uno sabe que incluso una botella de buen vino todos los días desemboca inevitablemente en el alcoholismo.

Nunca debe uno cerrarse en banda. Hay compositores que entran a la primera y otros exigen una mayor atención, una experiencia más dilatada o un determinado estado de ánimo para ser disfrutados en su justa medida. Con la inestimable colaboración de José Luís Pérez de Arteaga y su excelente y muy amena biografía de Gustav Mahler he logrado finalmente adentrarme en el descomunal edificio musical del marido de Alma Schindler y gracias a una interpretación monumental de su cuarta sinfonía, cortesía de Otto Kemplerer y la Philarmonia Orchestra, se han disuelto los tapones de mis oídos y he caido rendido a los pies del gran Anton Bruckner.

Pero por mucho que uno viaje, al final, donde mejor se está es en casa y, cuando de música se habla, mi hogar siempre es el inacabable (solo sus sinfonías ocupan más de treinta discos compactos), ejemplar y apasionante catálogo del compositor de "La Creación", un monumental legado cultural inigualado en la historia donde todos los géneros tienen representación y donde, a cada paso, aparece una estructura novedosa, un hallazgo melódico o una armonía deslumbrante. En compañía de Haydn, no hay lugar para el tedio o la monotonía.

Mi último descubrimiento ha sido la sobrecogedora sinfonía número 49, "La Passione", compuesta con motivo de las festividades de Semana Santa y que, al parecer, causó tal conmoción el día de su estreno que, en un brevísimo lapso de tiempo, transcripciones de la misma llegaron a sitios tan alejados como Padua o estas tierras ibéricas sobre las que nos hayamos a día de hoy y por el momento. Su primer movimiento, un sorprendente adagio de belleza incomparable acompaña mis tardes y las de la heredera desde hace una semana. Que la disfruten.

viernes, 19 de noviembre de 2010

Cuestión de collares


Espectacular la empanada ideológica de los muchachos de la Asamblea Madrid contra el Fascismo. Los que en alegre parentela aparecen retratados y otros cortados por el mismo patrón han empapelado el barrio con carteles como el que acompaña esta entrada y este próximo domingo convertirán el centro de la capital en un colchón de cristales rotos, coches carbonizados y sangre seca. Fieles a su tradición. Puntuales a su cita. Para desgracia de los que aquí vivimos.

Y hablo de empanada monumental porque identificar fascismo con autoridad es no haber entendido una sola coma de lo que en el mundo ha ocurrido desde el Pleistoceno. Eso sin entrar a analizar la incoherencia que supone abominar de la autoridad y conformar una asamblea que dicte el tiempo, lugar y forma para "recuperar la calle" a cuantos a ella se someten. La cuadratura del círculo se convierte así en una obviedad deslumbrante.

Pero no son mejores los que se les enfrentarán con sus brillantes testas, ostentando simbología que apenas comprenden y consignas de manual de las que solo pueden haber tenido noticias en los libros. La mayoría de ellos no sólo han pasado el cien por cien de su existencia en una cómoda y más o menos asentada democracia sino que ni siquiera habitaban en el limbo cuando las últimas luces del fascismo patrio se diluían hace ya treinta y cinco años.

Unos y otros con su verborrea de patio de colegio convertirán como cada año mi barrio en un campo de batalla que obligará a quienes vivimos en él a enclaustrarnos en nuestras casas o huir al campo con la esperanza de que, en esta ocasión, no prendan fuego a nuestro coche o destrocen a pedradas las ventanas tras las que nuestros hijos se ocultan con la más completa estupefación grabada a fuego en su rostro. Algo une, no obtante a unos y a otros, eso sí: lo harán sin derecho alguno, sin la menor autoridad, como siempre lo han hecho. En eso al menos, son coherentes y se asimilan.

lunes, 15 de noviembre de 2010

¿Autobiografia?


No creo desvelar secreto alguno si confieso que Tarquin Winot no es mi nombre real, sino un afortunado seudónimo adoptado como consecuencia directa de esa tendencia al anonimato que suele actuar de canalizador en los vínculos que se crean a través de Internet. Por no ser, Tarquin ni siquiera es una creación mía.

El mérito de tan sonoro y musical nombre es responsabilidad del escritor británico John Lanchester, que, tomando elementos del pérfido Tarquino shakespeariano, convenientemente perfumado y acicalado, lo convirtió en el protagonista absoluto de su primera novela, "En deuda con el placer", una de las obras literarias más inclasificables, brillantes y desconcertantes que han pasado por mis manos, si no la que más.

La primera vez que supe del amigo Tarquin fue en un suplemento cultural de El País que ojeaba mientras esperaba turno en la poco refinada peluquería a la que por entonces acudía a reparar mi encopetada testa. En su reseña, el entusiasmado crítico hablaba maravillas de esta obra a medio camino entre la biografía, el libro de cocina y los relatos victorianos de misterio. Por encima de la fascinación que semejante mezcolanza de géneros me produjeron, de inmediato captó mi atención el refinado clasista intelectual (Imana dixit) que actuaba como omnipresente narrador y que, al parecer, manipulaba el lenguaje, convirtiéndolo en un siniestro manto con el que sumergía en sombras a voluntad cuanto en sus páginas se desmenuzaba y que no era otra cosa que su propia vida.

Con estos mimbres y recién salido de mi experiencia con Bret Easton Ellis y su "American Psycho" es comprensible entender que lo mío con Tarquin fuera amor a primera vista. Y como pasa con los amores que son para toda la vida, la lectura de "En deuda con el placer", no hizo sino fortalecer las impresiones cazadas a primer requerimiento en aquella peluquería de cuarta regional donde todo empezó.

Lanchester ha demostrado posteriormente que es uno de los mejores escritores que existen en este momento (su último libro, "¡Huy!" es el más logrado, didáctico y entretenido estudio sobre la crisis que se ha publicado hasta el momento) y, probablemente, "En deuda con el placer" no sea la mejor de sus obras (sí, la más fascinante, pero eso es otro asunto). De lo que nunca será capaz es de superar el hito que supuso la creación de Tarquín Winot.

Y es que desde el primer momento, el pedante y egocéntrico sibarita que entrega al lector su particular physiologie du goût y que no duda en proclamar que "los límites del placer aún no han sido ni fijados ni conocidos" resulta completamente irresistible. Poco importa que aquí y allá, entre una excelente receta para cordero y una disquisición sobre el acto que define nuestro siglo (el asesinato, en su opinión, del mismo modo que en otros lo han sido la oración o la mendicidad) aparezcan veladas noticias sobre fallecimientos accidentales, cacerías que acaban en desgracia o cocineros que se disuelven en sus marmitas.

Resulta tan convincente cuando califica de "imperdonable" llamar entrantes a los "entrantes" (porque a los postres nadie osa llamarlos "salientes") que incluso se le mira con buenos ojos cuando exclama que un asesino, a diferencia de un artista, está mejor adaptado a nuestro tiempo, ya que "en vez de dejar detrás una presencia, deja algo igual de definitivo y logrado: una ausencia". Siniestro, no digo que no. Pero inatacable.

A veces creo que mi fascinación por el amigo Winot (con la de este verano ya son cinco las veces que he leido su "biografía") es algo excesiva. Pero al mismo tiempo y, a menos que la memoria me esté jugando una mala pasada, aún no he envenenado a ninguno de mis invitados (al menos voluntariamente), por lo que todavía parece existir una linea divisoria entre ambos. El problema es que, como dice la bella señora Winot, hay días en que esa división se nubla y se hace difusa. Días como hoy, imagino.

domingo, 7 de noviembre de 2010

La madre del monstruo


Dice Rojas Marcos que existe una tendencia muy marcada a imaginar que los asesinos o los violadores son ajenos a quienes nos horrorizamos con sus crímenes, una especie diversa a la formamos los que cerramos los ojos ante el resultado de sus acciones. Es, por supuesto, un muro defensivo que levantamos para evitar asumir el hecho de que aquellos a los que llamamos monstruos comparten con nosotros hasta el último átomo de humanidad y que no surgen del infierno por generación espontánea.

Y es que lo comprendamos o no, quienes torturan o asesinan llegan a este mundo por el mismo canal que cualquiera de nosotros y, en consecuencia existe siempre una madre o un padre que, en muchas ocasiones (sin duda, en otras no) deben vivir con el remordimiento o la culpa insoportable de haber criado un monstruo. ¿Dónde me equivoqué? ¿Hubo opción de cambiar las cosas? ¿Pude detener lo que creía intuir y no lo hice? Eva, la protagonista de "Tenemos que hablar de Kevin", una excelente novela de la norteamericana Lionel Shriver a la que acabo de dar carpetazo, intenta dar respuesta a todas estas incógnitas.

La forma elegida por la escritora norteamericana para contestar a estas preguntas es epistolar, estructurando el relato en forma de largas cartas que Eva Khatchadourian escribe a su marido, Franklin, y en las que analiza todo cuanto precedió, sucedió y generó "aquel jueves" en el que el hijo de ambos, Kevin, acudió a su instituto y cosió a flechazos con su ballesta a una docena de sus compañeros de clase.

Su forzada maternidad, generada más por el deseo de no estar sola que por el de perpetuarse, los primeros indicios de que algo anda mal en Kevin (su ceñudo silencio, las rabietas incontrolables) los accidentes que empiezan a generarse a su alrededor, sus desafíos apenas encubiertos, el modo en el que manipula a cuantos permanecen en su radio de acción. Eva se culpa por aquello, por haber visto claramente la maldad que anidaba en el interior de su hijo y no haber sido capaz de detenerlo, pero también culpa a su marido por haber estado ciego y, por supuesto, nunca haber querido hablar con ella sobre lo que Kevin generaba a su alrededor. Ahora, cuando todo se desmorona a su alrededor es cuando tiene que afrontar que su hijo es, sencillamente, un monstruo. Culpa, dolor, desconsuelo, desesperanza.

No es esta, sin duda, una novela fácil de leer. Shriver no se anda por las ramas y en las cartas de Eva, aparecen en impúdica desnudez todos los males de nuestra sociedad y todo lo que permite la disolución de la familia (la falta de comunicación, la cultura televisiva, la avaricia) . "Tenemos que hablar de Kevin" es cruda, violenta y amarga (la imagen tradicional de la maternidad es pulverizada por la escritora norteamericana que no duda en poner en boca de la doliente Eva algunas frases verdaderamente demoledoras sobre lo que supone ser madre) e, incluso, esporádicamente, en sus más de 600 y absorbentes páginas hay lugar para un humor negrísimo, como petróleo concentrado, ácido, oscuro y corrosivo.

Resulta tal vez excesivo y maniqueo el retrato de Kevin como pura maldad desde su más tierna infancia y resulta poco sostenible la estupidez ilimitada con la que Franklin hace caso omiso a todos los avisos de Eva acerca del carácter diabólico de su hijo, pero esos detalles, aunque empañan un tanto el resultado final no lograr evitar que "Tenemos que hablar de Kevin" sea una obra apasionante y absorbente que no se despega de tus dedos y que pide gritos una adaptación cinematográfica con la que David Cronenberg haría maravillas.

miércoles, 27 de octubre de 2010

En otras palabras: Mike Lee


La noticia de mi muerte fue muy exagerada. Esta frase de Mark Twain, enviada por telegrama al periódico que anunció erróneamente su fallecimiento, podría servir, perfectamente, como antetítulo de esta nueva entrega de la sección "En otras palabras" que me precipité a clausurar hace un par de meses.

Por si alguno lo ha olvidado y para los que puedan haberse incorporado posteriormente, bajo ese nombre he incluido varios textos de ilustres blogeros que tuvieron a bien atender mi solicitud de un escrito de temática libre y cuyo único requisito era evitar, en la medida de lo posible, la temática o el estilo habitual de sus bitácoras. El gran Azid Phreak nos ofreció el saque de honor y marcarón tantos de impecable factura, personajes de la talla de Angel "Verbal" Kint, Ramón (Cinemadreamer) y Mr. Lombreeze. Coincidiendo casi con el paréntesis vacacional, anuncié el final de la sección, en parte por falta de material, en parte por una cierta desidia en el devenir del ladrillo.

Pero tras la remodelación del blog y de la recarga de pilas obtenida de la Gran Manzana cambio el tercio, recupero la sección, invito nuevamente a todos aquellos que se sientan con ganas a participar con sus textos enviándomelos a la dirección de correo electrónico clanwinot@hotmail.com y abro la nueva temporada con el gran Mike Lee, amo y señor de "What's the rumpus?" que nos ofrece su visión de lo que a día de hoy uno tiene la suerte o la desgracia de encontrar en las pantallas de nuestros televisores. Que lo disfruten.


Tempestad televisiva

En el discurso final de la magnífica película Buenas noches y buena suerte, el actor David Strathairn, en su soberbia interpretación del célebre reportero estadounidense Edward R. Murrow, pronunciaba un discurso basado en el que en su día dio el periodista haciendo alusión a la capacidad de la televisión para enseñar, iluminar e incluso inspirar frente a las insistencias de aquellos que sólo querían divertir y aislar con tan poderoso medio.

Por mucho tiempo que haya pasado y lo que hayan cambiado las circunstancias desde el momento en que se pronunció el discurso, sus enseñanzas continúan siendo aplicables a la situación televisiva actual; lo cual resulta desalentador al ver que, en lugar de avanzar en ciertos aspectos, el medio ha involucionado en muchos otros, fenómeno que trataré de ilustrar con algunos ejemplos de la televisión española.

Por desgracia, las barreras de género aún no han sido completamente eliminadas, así que cualquier esfuerzo para terminar con ellas, por pequeño que sea, es de agradecer. Sin embargo, en televisión, sea el canal que sea, podemos apreciar el predominio de las mujeres florero en programas que van desde informativos a tertulias disparatadas. No pongo en duda su capacidad profesional, ni mucho menos, si bien considero sospechosa la casi exclusiva presencia de mujeres de “buen ver”, tal vez que con la intención de captar audiencias indiferentes al contenido pero no a la forma.

Otro alarmante caso es el enaltecimiento de tuercebotas diversos, personajillos que no han hecho nada loable a lo largo de su existencia y que aun así ocupan las franjas horarias cruciales en detrimento de programas educativos. Curiosamente, estos seres son capaces de aportar sus sesudas opiniones en cualquier tertulia, ya sea tratando la crisis económica o las compañías nocturnas de aquellos a quien ni siquiera conocen. Lamentablemente, semejantes energúmenos terminan ocupando las portadas de diversas publicaciones, además de la atención del público, mientras que personas que trabajan por el beneficio de la comunidad en distintos ámbitos ni siquiera reciben una mísera mención en los medios.

Para terminar, me gustaría comentar brevemente el maltrato que sufren las producciones extranjeras, en parte por la presencia de los detestables programas citados en el párrafo anterior. Hay que reconocer la gran cantidad de series que se estrenan hoy en día en países como Estados Unidos y Reino Unido, así como su creciente calidad en la que muchos califican de edad dorada para la ficción televisiva. Pues bien, en lugar de hacerlas accesibles para la audiencia española, las cadenas toman por tontos a los televidentes programando las citadas series en horarios imposibles (normalmente a altas horas de la madrugada), los cuales cambian constantemente sin previo aviso. Por suerte, Internet juega un papel decisivo en este contexto, permitiendo a los espectadores acceder a los contenidos de varias maneras prescindiendo de la represión de los medios.

Éstos son sólo tres de los muchos casos que prueban la decadencia y embrutecimiento de la televisión, por cientos de canales que nos ofrezca la nueva versión digital terrestre, marítima o área. Razón no le faltaba a Murrow.

martes, 19 de octubre de 2010

En castellano antiguo


La sutileza no es, obviamente, la característica que individualiza al autor de la pintada que adornaba esta mañana el escaparate de una tienda de C&A, situada muy cerca de mi lugar de trabajo. Eso, vista la foto que acompaña esta entrada no abriga sombra alguna de duda.

Pero, lo que nadie puede negar es que el autor (o autora. A la vista del mensaje, el camino queda abierto en ambas direcciones), a pesar de que maneja un lenguaje limitado, se hace entender con total claridad y suple la sobriedad de estilo con la contundencia propia de un campeón de los pesos pesados.

Imagino que de ser yo el encargado de limpiar el escaparate, ni con el sagrado Ojo de Agamotto hubiera sido capaz de ver la gracia al asunto. Pero, en lo que me concierne, debo reconocer que esta mañana he empezado la jornada con un inusitado buen humor y la media sonrisa dibujada en el rostro. Para los tiempos que corren, no es poca cosa.

miércoles, 13 de octubre de 2010

Mascarada


La calle Broadway arranca en la Zona Cero (desolador, por cierto, contemplar su estado actual y compararlo con lo que allí se alzaba hace apenas unos años) y atraviesa verticalmente Manhattan hasta hasta morir en su orilla norte. Eso la convierte en la arteria más larga de la isla y, casi con toda seguridad, la más larga de Nueva York. Sin embargo, es sólo un pequeño tramo, el que discurre entre la calle 41 y la 54, el que ha dado a esta calle fama internacional, cortesía de los más de cuarenta teatros que se allí se concentran y en los que diariamente, se representan sesudas obras de autor, clásicos teatrales de todo tipo y, sobre todo, musicales, musicales y, por supuesto, musicales.

Ir a Nueva York y no ver un musical en Broadwalk se nos antojaba tan inconcebible como encontrar sentido a un discurso de Leire Pajín. Por miedo a que, una vez allí, no fuera posible hacerse con unas entradas, planeamos comprarlas anticipadamente desde España, a través de Internet. Menos mal que mientras la buscábamos tuvimos la suerte de ver algunas bitácoras en las que desaconsejaban esa maniobra y recomendaban armarse de paciencia, comprar una botella de agua, aguantar la cola correspondiente y adquirir las entradas en TKTS, una taquilla en pleno Times Square donde, era posible hacerse con excelentes entradas y con un aún más excelente descuento de hasta un 70%. Mi saturada tarjeta de crédito agradece el consejo.

Además, al final, la espera no superó los tres cuartos de hora y, a pesar del calor y del piloso reventa que intentaba vendernos unas entradas para ver "Billy Elliot", cubrimos la cola con aceptable rapidez mientras comprobabamos que en Times Square no solo se anuncian espectáculos y compañías multinacionales, sino que, con la suficiente paciencia uno puede localizar consignas de todo tipo, incluida una diatriba contra el presidente de Irán, ciertamente curiosa. Ojito al detalle.

La oferta era enorme, pero, finalmente, optamos por el clásico entre los clásicos y nos hicimos con sendas butacas para "El fantasma de la ópera", el musical de Andrew Lloyd Webber que lleva más de veinticinco años de representación ininterrumpida en el teatro Majestic y al que nos dirigimos no sin antes rendir tributo a la pesadilla de todo diabético que es la tienda que M&M tiene muy cerca de TKTS y de la que salimos bien provistos para amenizar la velada teatral.

Tras pasar un control a las puertas del teatro que rivalizaba en minuciosidad con el del aeropuerto de Londres (mirada censora a la bolsa de M&M incluida), los Winot y otros mil turistas nos adentramos en las entrañas del teatro para recibir las robotizadas indicaciones de los empleados (es lo que tiene llevar 25 años con la misma obra en cartel) hasta aposentar nuestros traseros en unas butacas a las que Torquemada hubiera sacado todo su jugo hace unas centurias. Una vez adecuadamente sentados y tras ser avisados de que hacer fotografías durante la representación supondría la inmediata expulsión del recinto (en teoría, sin violencia, aunque por el tono del speaker, existía duda razonable), dio inicio el espectáculo y, con ella, un infierno gélido, cortesía del aire acondicionado más potente de Occidente. Afortunadamente, la orquesta (constreñida en un diminuto foso de inconcebibles dimensiones) y los intérpretes le echaron ganas y, a pesar del castañeteo generalizado de dientes, fue posible seguir la obra con interés e, incluso con emoción (ese "point of no return"....) entre escalofrío oseo y tiritona jamaicana.

Sobra decir que, según salimos del teatro, nos arrepentimos de inmediato de habernos decantado por esta obra un poco trasnochada y ochentera y haber perdido la oportunidad de ver al gran Kelsey Grammer (Fraisier Crane, para los amigos) interpretando "Una jaula de grillos" o "Wicked", que, por lo que he oido es lo mejor que se representa hoy en Broadway. Pero, soy consciente de que, en el caso, de haber optado por cualquiera de éstas, nos hubiéramos tirado de los pelos por haber visitado Nueva York y no haber visto "El fantasma de la Ópera" en el mítico Majestic . Es lo que tiene esta ciudad, que nunca se tiene suficiente y saciarse es misión imposible.

lunes, 4 de octubre de 2010

Silogismos





Primera premisa:

" El mayor activo del secretario general del PSM, Tomás Gómez, es haber dicho que 'no' a Zapatero"

Alfredo Pérez Rubalcaba, Ministro del Interior
25-08-2010

Segunda premisa
"Tomás Gómez vence en las primarias del PSOE con el 51,8 % de los votos"

Cualquier periódico de ámbito nacional, rojo, azul, verde o multicolor
04-10-2010

Conclusión

"El PSOE y por extensión, la mayoría simple (con perdón), de los madrileños le dicen "no" a Zapatero. Ya era hora, pardiez"

Tarquin Winot. "En ladrillo visto"
04-10-2010

miércoles, 29 de septiembre de 2010

Leña seca


Primero fue la pintada que fotografié ayer en la pared de una empresa que hay cerca de mi domicilio y que podéis ver en la cabecera de la entrada. Después fue la imagen de un encendido sindicalista que bramaba enfurecido frente a sus acólitos que no iban a cumplir los servicios mínimos acordados con la Administración para hoy sin aportar razón alguna aparente, salvo ese concepto tan nebuloso y progresista de "abusivo". Y, por último, la gota que ha colmado el vaso ha sido el aviso a navegantes que los piquetes informativos hicieron ayer a los trabajadores de Iberia a través del correo electrónico y en el que se recomendaba a quienes no tuvieran que prestar servicios mínimos que no arriesgaran su integridad física yendo hoy a trabajar. Michael Corleone hubiera podido firmar sin rubor el correo.

Mi idea era hoy, levantarme algo más pronto de lo normal y descargar toda la bilis que este asunto de la huelga general me provoca desde hace unas semanas, un breve pero intenso interludio en el prolijo relato de mis paseos por NUEVA YORK (va por ti, Otis) con el que os llevo asediando estas últimas semanas. Mi intención era soltar un par de mandobles furiosos a estos sindicatos de felpa que el Gobierno ha tenido la suerte de disfrutar (o la habilidad de manipular, nunca puede uno estar seguro de estas cosas), que se fuman un puro mientras las cifras del paro escalan posiciones día a día y que cuando quieren protestar y lanzar a la calle un mensaje de advertencia no pueden impedir que la imagen que se transmita sea la de un actor sustituto al que le anuncian, sin apenas tiempo para prepararse, que debe salir al escenario a suplir al protagonista de la opereta.

Tampoco iban a irse sin su dosis correspondiente de leña, los violentos e indignos piquetes informativos que, incapaces de asimilar que (más o menos) vivimos en democracia, atemorizan y coaccionan a quienes respetando el derecho de quienes deciden adherirse a la convocatoria de huelga, hacen uso de su condición de ciudadano y adoptan la medida de ir a trabajar, lo que, en el mejor de los casos, puede acarrearle una lluvia de humillaciones verbales, cuando no una paliza a mayor gloria de la solidaridad obrera. Desde donde quiera que esté Heinrich Himmler aplaude satisfecho el modo en el esta gentuza mantiene vivos los métodos que él ya hiciera populares en Alemania hace unas décadas.

No obstante lo anterior, el despertador no ha cumplido su parte del trato, y la descarga de bilis se ha visto truncada de raíz. Y la verdad, a estas alturas del día, habiendo podido comprobar en mis propias carnes que el poder de convocatoria de esta charada general ha rivalizado con la de un concierto de Peret en Alaska, se me quitan las ganas de hacer leña de este árbol sindical, podrido hasta la raíz más profunda. No es que no estuviera cantado, que el fracaso de la huelga tuviera oportunidad alguna de no producirse, pero, sinceramente, no imaginaba que a los trabajadores se la trajeran tan floja, las diatribas infantiloides de Méndez y Toxo, mucho más preocupados en que la foto les saque el perfil bueno (de haberlo) que convencidos del efecto que este lamentable episodio nacional pueda tener sobre el país. Dicen que lo que se hunde por su propio peso, tarda más en salir a la superficie, de modo que, ¿para que forzar la máquina?

martes, 21 de septiembre de 2010

Cameos


Para los amantes del cine, New York es el Paraiso en la tierra. Paseas por sus calles o acudes a sus parques y, de inmediato, acuden a tu mente, centenares de secuencias de películas a las que tu memoria rinde tributo habitualmente, en una catarata tan incesante que, en cualquier momento esperas ver aparecer una claqueta cortándote el paso. Dado que el cine es una pasión que consume tanto a un servidor como a la bella señora Winot, no son pocas las escaramuzas que hemos dedicado a descubrir los lugares más cinematográficos de la ciudad.

De hecho, a punto estuvimos de presenciar, desde la misma ventana del hotel, el rodaje de un episodio de la serie "White Collar", de la que, por cierto, nada sé, pero que no deja de ser un rodaje con toda la parafernalia de sillas de tijera, focos, grúas y caravanas que a los amantes del cine nos pone como una locomotora. Cuando llegamos, sólo quedaba en pie el cartel que anunciaba la prohibición de aparcar durante toda la tarde. Desde aquí, nuevamente, un afectuoso saludo a las madres de los controladores aéreos de Barajas que me privaron de este momento, probablemente irrepetible.

Con el tema de los actores famosos, tuvimos algo más de suerte y , así, pudimos comprobar las enormes dificultades que la compacta humanidad del gran Dennis Farina tiene para entrar en un taxi y que Kunal Nayyal, el "freak" indio de "The big bang theory", sólo teme hablar con las mujeres en la serie, a juzgar por el harén en el que exhibía locuacidad en el famoso "Pastis" donde las pijas de "Sexo en New York" toman el "lunch". Como no íbamos a ser menos que la exigua Sarah Jessica Parker , también los Winot nos dimos un cuidado homenaje gastronómico . Por cierto, que a pesar de lo poco que me atraen las historias de estas papanatas, aún tuvimos tiempo de volverlas a homenajear cuando caímos en las dulces redes de Magnolia Bakery, la pastelería situada en Bleecker Street, donde éstas degustan un pastelito antes de irse a la cama y donde la bella señora Winot y un servidor entramos como Godzilla y esposa para hacernos con no menos de media docena de delicias bañadas en chocolate que, con solo recordarlas, me sacian.

También pasamos por Fao Schwarz, la faraónica tienda de juguetes de la Quinta Avenida y rendimos homenaje a "Big", alucinando con los helicópteros teledirigidos que zumban sobre las cabezas de los clientes, los rompecabezas circulares y, por supuesto, el mítico piano sobre el que saltara Tom Hanks y al que nos privamos de subir, cortesía de un enorme y sonrosado dependiente que no parecía conocer los efectos de negar un antojo a una embarazada. Para evitar futuros problemas, nos trajimos a Madrid una versión reducida (de apenas dos metros) sobre la que la heredera descarga adrenalina y nos ameniza las tardes en una sinfonía desquiciante y, por el momento, inacabada.

Pero, sin duda, el momento más cinematográfico del viaje nos lo proporciono un sujeto, de nombre, Roy Preston que, con el atuendo con el que puede vérsele en la foto adjunta regenta una tienda en Thompson Street que es un santuario levantado a mayor gloria de "El gran Lebowski" la cinta que rodaran los hermanos Cohen en 1998.

Camisetas de todo tipo a mayor gloria de El Nota o de Jesus, tetrabricks para preparar "rusos", copias del guión.... Parece imposible que una película pueda generar tanto. El tipo, en sí mismo es un espectáculo, con su bata, sus alpargatas y sus gafas de sol. Le da exactamente igual que compres la camiseta o la jarra en cuestión, siempre y cuando, hables de la película o comentes con él alguna línea de diálogo. Pasamos casi por casualidad y, al final., nos tiramos casi media hora examinando los tesoros escondidos en los escasos treinta metros cuadrados que tiene esta tienda, inicialmente creada para vender souvenirs y que, a día de hoy, es uno de los sitios más pintorescos y divertidos de toda la ciudad.

sábado, 18 de septiembre de 2010

En el centro del Universo

New York es una ciudad de profundos contrastres. Por una parte, su continuada exposición pública a través del cine, las noticias, los libros o las revistas, genera, desde el primer momento en quienes la visitan una sensación de "dèjá vu" que no te abandona mientras permaneces en ella. Pero, por otra parte y como dijo el gran C.S. Lewis refiriéndose a otro tema absolutamente ajeno al que nos ocupa, pero perfectamente aplicable a éste, hay cosas que "hemos visto desde tantos ángulos, bajo tantas luces (...) que todas esas impresiones, se nos enmarañan simultáneamente, dentro de la memoria y quedan confundidas en un simple borrón".

Por esta curiosa dicotomía cuando uno pasea por las calles de New York cree reconocer en un primer momento todo cuanto le rodea, pero basta una mirada más atenta para comprobar que, en realidad, todo es muy diferente a lo que hemos visto en las pantallas o en las fotografías satinadas de las revistas. Y si hay un lugar en la ciudad en el que esto se haga especialmente patente, ese es, sin duda, el bullicioso, extravagante y camaleónico Times Square.

Faltan dedos en las manos para contar las veces que hemos visto este lugar en el cine o en la televisión. Y sin embargo, una vez allí, pareces estar en un universo alternativo en el que todo cambia de forma y color a voluntad, convirtiéndose en uno y su contrario en un pestañeo. Como al resto de los edificios y paisajes de la ciudad, todo cuanto rodea Times Square da contexto a las imágenes que permanecen en nuestra memoria. Pero, si a la mencionada diversidad le añades que los mismos edificios, enmoquetados de pantallas y carteles luminosos de todo tipo y tamaño, parecen alterar sin respiro su propia apariencia, el efecto es, sencillamente, paralizante.

Además, es indiferente que sea de día o de noche, que el sol vierta lava incandescente sobre el asfalto o que las nubes descargen como si se hubiera convocado el segundo diluvio universal. A pesar de su nombre, en Times Square, el tiempo no existe. El tráfico es el mismo a las doce de la noche o a las ocho de la mañana y el maremoto humano que recorre sus aceras no parece tomar respiro. La música que atrona en cada esquina, las consignas que se acumulan en las docenas de pantallas gigantes que pueblan los muros de los edificios y las bocinas de los miles de taxis que marchan en procesión confluyen con cientos de voces que intentan (infructuosamente, en ocasiones) elevarse por encima del huracán conformando una cacofonía que, teniendo todas las papeletas para hacerse insoportable, resulta, misteriosamente, relajante e, incluso, agradable.

La casualidad hizo que nuestro hotel (el también extravagante, camaleónico y bullicioso Gershwin Hotel. Otro día hablaré de él, porque, le verdad es que merece la pena detenerse un poco en tan estrámbotico lugar) distara apenas diez minutos a pie de este indescriptible lugar, por lo que tuvimos la suerte de recorrerlo en múltiples ocasiones y fusilarlo a fotografías. Contemplándolas ahora, me reafirmo en la extraordinaria variedad de sensaciones que Times Square genera en quien lo contempla y la facilidad con la que uno cae en el hechizo de sus bombillas de colores y sus descomunales marquesinas incandescentes. Si el universo tuviera un centro, sin duda, estaría aquí.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Obertura de New York


Los compositores de ópera acostumbran a introducir en las oberturas de sus composiciones, las melodías más relevantes que desarrollarán durante los distintos actos que las suceden. De esta manera y en solo unos minutos, el oyente puede hacerse una idea aproximada de lo que le espera durante las horas siguientes y si éstas van a pasar en un suspiro o, por el contrario, van a adquirir la forma de un calvario interminable. En el caso de nuestro viaje a New York, afortunadamente, este principio no se cumplió y el espantoso viaje que padecimos hasta depositar nuestros maltrechos huesos en Manhattan fue sólo un espejismo sin mayores repercusiones.

A pesar de ser desconvocada el día anterior a nuestra salida, los alegres miembros de la cofradía de controladores aéreos, sin duda molestos por no poder llegar a fin de mes con sus magros salarios, decidieron pasarse por el forro los derechos de todos los viajeros que volaban aquel día y montaron un circo en la T4 del Aeropuerto de Barajas, que ríete tú del de Ángel Cristo. Embarcamos en tiempo, pero a los pocos minutos empezó a quedar claro que algo no marchaba bien.

Con la misma gracilidad y garbo que un asno en patinete, el avión comenzó a trotar por las interminables pistas de Barajas, girando a derecha y izquierda sin motivo aparente y a una velocidad tan cochinera que más parecía un autocar interprovincial que una aeronave de seiscientas toneladas. Cuando ya pensábamos que la nave la pilotaba Manolo Escobar en interminable búsqueda de su carro, la vocecilla nerviosa del capitán informó a los pasajeros que, desde la torre, habían cerrado varias pistas de despegue por "motivos técnicos" y que todos los aviones (veinte, para ser exactos) debían despegar por la que quedaba libre. Nos invitó a estar tranquilos y a confiar en la pronta resolución del incidente, pero ni Zapatero en sus mejores momentos hubiera sido capaz de generar más incertidumbre.

La cantinela se repitió cada media hora durante más de dos horas en una pesadilla indescriptible en la que lo más curioso fue comprobar que el hombre es, en realidad, bondadoso y pacífico. Sólo eso explica que la tripulación no fuera asesinada en el interior del avión y éste introducido rectalmente a los bastardos de la torre de control. En nuestro caso, además de la espera desquiciante, existía un grave problema y es que el avión que debíamos coger en Londres con destino a New York, salía dos horas justas después de la llegada prevista del vuelto proviniente de Madrid. Nuestras posibilidades de llegar a tiempo, teniendo en cuenta el manicomio en el que se había convertido Barajas, unido a la tradicional puntualidad británica, eran escasas, por no decir nulas.

Como diría el gran Fernando Aramburu, cuando llegamos a Londres, valga la redundancia, el cielo estaba cubierto de nubes y amenazaba lluvia. Eso nos hizo abrigar esperanzas de retraso en el vuelo a New York y con vigor renovado salimos en estampida de nuestra prisión aérea con el corazón desbocado y al borde de un ataque de nervios. De poco nos valió la carrera y el infernal circuito de seguridad al que el aeropuerto de Heathrow somete a quienes tienen la desdicha de pasar por sus manos, porque no llegamos a tiempo y casi vimos perderse en la niebla el pájaro que nos hubiera llevado a nuestro destino.

Presos del desánimo y dominando apenas el impulso de estrangular al espantapájaros situado tras el mostrador de Iberia, que nos informó, con indolencia de papagayo de que, casi con toda seguridad, nos tocaría pernoctar en algún hotel cercano al aeropuerto para salir al día siguiente en otro vuelo, a punto estuvimos de asumir la situación y resignarnos a dormir en un hotel enmoquetado mientras la incesante lluvia londinense golpeaba las ventanas.

No obstante, en un movimiento maestro y aprovechando una pequeña ventana a la esperanza que el robot de Iberia nos proporciono a través de las, desde entonces, sagradas palabras, "lista de espera", dimos con esos arcángeles con uniforme de British Airways, de nombre Ben y Kevin que, apiadándose del embarazado estado de la bella señora Winot y de mis lastimeras súplicas, enredaron en el ordenador (en unos momentos de tensión que hubieran hecho aplaudir al maestro Hitchcock) hasta que unas maravillosas tarjetas de embarque para el vuelo que salía en dos horas hacia New York, con nuestro nombre impresos, salieron de una maquinita azul y a las que contemplamos como, imagino, hiciera Moisés cuando le fue presentada la Tierra Prometida.

El vuelo fue una balsa de aceite. Salió puntual, los asientos fueron excelentes y la amabilidad de la tripulación (da vergüenza comparar el trato exquisito que recibimos por parte de los empleados de British Airways con la vulgaridad y el poco entusiasmo con los que adornaban cada gesto la cuadrilla de Iberia) convirtió un viaje de seis horas en un oasis de paz tras la desesperante travesía desde Madrid. Aún tuvimos más problemas cuando aterrizamos en New York (maletas que se dispersan, policías especialmente escrupulosos en su trabajo....), pero, poco importaron ya. Estábamos en nuestro destino y teníamos por delante una andanada de días que no estábamos dispuestos a desperdiciar por mucho que los mafiosos que habitan las torres de control lo hubieran intentado durante las últimas horas.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

Alejandr@


Antes de marcharme de vacaciones prometí que habría novedades a la vuelta de verano y, como uno es un caballero encopetado para quien la palabra dada es deuda de sangre, tengo el gran placer de anunciar en esta apertura de la cuarta temporada del ladrillo que a principios de abril del año próximo, el clan Winot va a contar con un nuevo miembro.

Sus apenas dos centímetros de tamaño aún no dejan discernir si nos encontramos ante otra preciosa heredera o ante un pequeño Tarquin. Lo que ya es una decisión tomada es que sea cual sea el modo en el que evacúe sus aguas menores, su nombre siempre podrá reducirse a un simpático Alex, detalle que facilita el hecho de que, de ser niño será Alejandro y, de no serlo, pasará a la historia como Alejandra Winot. Sobra decir que tendrán información actualizada y abundante sobre el devenir de este nuevo miembro del clan.

Por otra parte y por si la llegada de Alex Winot les ha parecido poca novedad, se perfila un cambio visual importante (dentro de mis posibilidades; es bien sabido que mis amorcillados dedos no casan bien con las delicadas teclas de los ordenadores), un intento serio de aunar cantidad y calidad, nuevas secciones y un aire, en definitiva, renovador y espero que fresco que, con toda sinceridad, creo que no ha tenido la temporada pasada.

Para empezar y, como aperitivo, ya les anuncio, mis queridos amigos, que los enemigos de los Estados Unidos de América, en general, y de New York en particular, van a aburrirse soberanamente durante el mes de septiembre, porque mi intención es dedicar este periodo a compartir con vosotros el viaje inolvidable que la bella señora Winot y un servidor han realizado este pasado mes de agosto por la ciudad que nunca duerme. Un placer volver a veros que, espero, sea recíproco. Empezamos.

jueves, 29 de julio de 2010

Cruzando el charco


Aprovechando lo único bueno que tiene el horrible y sofocante verano, es decir, las vacaciones, el ladrillo echa el cierre hasta septiembre, cuando volverá, espero, renovado, revitalizado y restructurado. Es mi intención dotarlo de un mayor dinamismo y que las actualizaciones no supongan la excepción. Lo he intentado varias veces sin éxito (los cerros de Úbeda siempre han sido una de mis localizaciones favoritas), pero seguro que esta vez, lo consigo.

En el horizonte, un ramillete de destinos veraniegos de pelaje diverso que incluye, entre otros, mi asignatura pendiente con New York, la ciudad que nunca duerme y a la que, por cortesía de los abuelos del Clan, la bella señora Winot y un servidor visitarán durante diez días que se antojan toda una experiencia. No se preocupen ustedes que daré buena cuenta de todo lo que se cocine en la ciudad a la que el cochinazo de Spiderman cubre de telarañas.

Buen verano a todos, disfruten del tiempo, atiendan a sus amigos y familiares y nos vemos a la vuelta.

viernes, 23 de julio de 2010

Repoker


El tema de las listas de favoritos en las bitácoras cibernaúticas es un género en si mismo: mis libros favoritos, las mejores películas de terror de este siglo y del pasado, los modos más brillantes de cocer un huevo..... En este mismo y enladrillado lugar he dejado constancia de varios de ellos, encontrándome siempre con el mismo problema, que no es otro que el de decidir los puestos del segundo en adelante. El momento preciso en el que se escribe, la frescura del recuerdo, el estado de ánimo; son demasiados los elementos que juegan en la decisión y las opciones, numerosas, se enredan con ahinco y, en muchas ocasiones, una vez que la lista está hecha, uno se ve obligado a volver sobre sus pasos y desdecirse. Eso no ocurre, sin embargo, con el primer puesto.

Cuando del campeón se trata, mi mente no abriga dudas y poco importa que haga seis años que no escucho el disco o que ni siquiera quede rastro físico del comic que tiene el honor de encabezar la lista correspondiente. Tan sólidamente se encuentran instaladas estas obras en su merecido trono que, en la mayor parte de los casos, las telarañas cuelgan de sus coronas sin que ninguna joven promesa haya logrado derrocar al monarca. Cada uno tiene los suyos y los míos son los siguientes.

- La mejor película de todos los tiempos: Los veteranos del lugar ya conocen la pasión incontrolada que sufro por "La huella" de J.L.Mankiewicz. De hecho una de las primeras entradas de esta bitácora (¡¡agosto de 2007!! Cómo pasa el tiempo) fue dedicada a esta maravilla cinematográfica de principios de los setenta con el clarificador título de "Rozando la perfección". No voy a entrar más en detalle sobre ella para no sobrecargar la batería pero quién quiera puede leer más aquí.

- El mejor libro de todos los tiempos: Es la única categoría con novedad en los últimos años. Hasta que Mario Benedetti apareció con "La tregua" por la puerta de mi casa, de la mano de mi querido Otis y su excelente criterio literario, otro hispanoamericano de primera, Mario Vargas Llosa con otra joya deslumbrante como "La guerra del fin del mundo" ocupaban por derecho propio la cima literaria de mi santuario. Pero el empuje de ese Martín Santomé que se sacó de la manga Don Mario es una fuerza de la naturaleza contra la que nadie puede ofrecer resistencia. También dejé cumplido homenaje en el ladrillo hace aún más tiempo que la anterior en una entrada de nombre ,"Imprescindible" y que puede uno leer aquí.

- El mejor comic de todos los tiempos: Durante un par de años, Forum, la editorial que publicaba en los ochenta las aventuras de mi amado Spiderman, decidió incluir los comics de Daredevil como complemento en los tomos quincenales dedicados al cabeza de red. Reconozco que no les hacía el menor caso y que el diablillo rojo y sus historias me importaban bastante poco. Pero entonces empezó la saga "Born again", cortesía de Frank Miller al guión y David Mazzucchelli al lápiz y mi concepción del comic como un mero entretenimiento cambió para siempre.

Durante su publicación (la historia ocupa siete números completos) el que padeció mi completa indiferencia fue Spiderman, que tenía que ver como me lanzaba en picado sobre las últimas diez páginas de cada número para seguir con los ojos como platos la agónica, cruel y asombrosamente humana batalla entre Daredevil (más bien entre Matt Murdock) y el mal en estado puro que personaliza ese villano de primera división que es Kingpin. Completamente descatalogado, y, en mi caso, desaparecido en combate tras un ataque de "madurez adulterada" a la que me referí aquí hace unos meses, Panini Comics me alegra el verano anunciando una nueva edición a todo lujo en el mes de agosto que, obviamente, pasará a ocupar lugar de honor en mi biblioteca.

- El mejor disco de música clásica de todos los tiempos: Por si sola, "Tosca", la opera de Puccini ya es mi obra clásica por definición. Sus arias irrepetibles, su furia, su dramatismo y las melodías insuperadas del maestro italiano no conocen igual en la historia de la música clásica. Pero es que, además, tuve la suerte de escucharla por primera vez en la que es casi unánimente considerada como la versión de referencia y uno de los grandes monumentos discográficos de la historia. Maria Callas, Giuseppe di Stefano y un insuperado Tito Gobbi se reunen bajo la batuta incandescente de Victor de Sabata en un volcán de pasiones descontroladas cuya ferocidad e intensa emoción es, en ocasiones, casi física.

La grabación es de 1953 y el sonido no es, por supuesto ni limpio ni perfecto, pero poco importa eso. De hecho, la textura áspera y sucia de la grabación (doble disco a precio irrisorio en El Corte Inglés. Casi un deber moral hacerse con ella) juega a su favor, otorgándola una inmediatez y una cercanía que, de otro modo, sería imposible lograr. Para hacerse una idea de lo que digo, nada mejor que disfrutar de la famosa escena de la tortura que, gracias a la Red, puede disfrutarse aquí (atención al glorioso "tour de force" que se marca el señor di Estefano en el minuto 4,20. Un prodigio.)

- El mejor disco de música moderna de todos los tiempos
: Tal vez sea una boutade llamar moderno a un disco editado en 1979, pero no se me ha ocurrido otro modo de enfrentar el rock y el pop del siglo XX y el XXI con la concepción de "música clásica" a la que me he referido anteriormente. En realidad, ahora que lo pienso, "The Wall", de Pink Floyd es un clásico por lo que no he andado del todo desencaminado.

Dejando a un lado etiquetas, no puedo negar su puesto de primer espada a Roger Waters, David Gilmour y el resto del equipo, que en tan lejanas fechas construyó este edificio musical propio de un genio de otros tiempos. Puede hacer más de cinco años que no escucho una nota de "Run like hell", "Mother", "Another brick in the wall" o "The trial". Y podrían pasar otros diez. Y otros veinte y no podría olvidar una obra que durante mi adolescencia escuchaba a diario y que llegué a conocer como la palma de mi mano en su versión oficial y en cuantas grabaciones piratas me han sido dadas a conocer, sin olvidar la banda sonora de la versión cinematográfica que filmara Alan Parker y que incluía sensibles variaciones sobre la partitura original, así como el megalómano espectáculo que Waters organizará en Berlín con motivo de la caída del muro, mutilación final incluida. Si hay algún semoviente que aún no conoce esta incomparable obra maestra, que deje de leer ahora mismo y corra a su tienda de discos más cercana. Siempre me deberá una.