En su canción "La del pirata cojo", Joaquín Sabina se define en las primeras estrofas como un fulano que no tiene la lágrima fácil. Un servidor, por el contrario, y sin ser una flor desconsolada que se arrastra gimoteando por las esquinas, no tiene problemas en reconocer que una secuencia cinematográfica con la conveniente intensidad emocional, una melodía diseñada con sensibilidad o una frase escrita con arrebatado sentimiento, pueden, en el mejor de los casos, provocarme un agradable nudo en el estómago cuando no provocar un sincero lagrimón de esos que el cantautor madrileño parece tener dificultades en despeñar mejilla abajo.
Aunque he tenido esas sensaciones con varios libros y con multitud de obras musicales, es, sin duda, en el cine, donde más han proliferado este tipo de acontecimientos. En muchas ocasiones, mis nudos y lágrimas se han visto acompañados por el de otros tantos espectadores. En otras, por el contrario, he tenido la sensación de estar en otra dimensión, más seca y mecánica que la mía al constatar que nadie salvo el abajo firmante vivía la intensidad del momento.
LOS PUENTES DE MADISON (1995), DE CLINT EASTWOOD: En mi larga cruzada en defensa de esta memorable obra maestra de Clint Eastwood, me he visto obligado a traspasar con mi florete de duelo un buen número de pétreos corazones a los que no se les movía un pelo cuando calificaban de ñoñería y cursilada esta apasionante historia de amor entre una aburrida ama de casa y un fotógrafo del National Geographic. No sólo cuenta con la mejor interpretación de Meryl Streep en toda su carrera. Además, es una exhibición en toda regla de su director y protagonista. En pocas ocasiones ha sido posible transmitir tanta intensidad con tanta economía de medios. Todo en la película es frugal y mínimo en beneficio de la historia que narra. Si en la secuencia bajo la lluvia cerca del final no sientes algo en el estómago, visita un médico.
UN TRANVÍA LLAMADO DESEO (1951), DE ELIA KAZAN: Dicen que el mito de Marlon Brando nació con la chaqueta de cuero que lucía en "Salvaje", pero, en mi opinión, la sensible brutalidad de su personaje en esta magistral adaptación de la obra de Tenessee Williams, es el origen de todo. Parece imposible que el violento y brutal animal de blanca camiseta que arrasa la pantalla cada vez que entra en cuadro pueda provocar otra reacción que el temor o el rechazo y, sin embargo, todavía no he visto una secuencia más intensa emocionalmente que su declaración de amor a gritos (de nuevo) bajo la lluvia. Durante bastante tiempo, la historia de Stanley y Stella fue para mí sinónimo de pasión, de amor desaforado. Lastima que la dirigiera el odioso y genial Elia Kazan, aunque, quizás, de no haber sido él, estaríamos hablando de otra cosa muy distinta.
LA VIDA ES BELLA (1998), DE ROBERTO BENIGNI: Si existe algún cineasta al que puede llamársele "flor de un día" es a Roberto Benigni. Ni las patochadas que filmó antes de esta maravillosa película ni los horrores indigestos que pretendió colar con posterioridad aguantan la comparación con este terremoto sentimental que cocinó el director y actor italiano a costa del delicado tema del Holocausto nazi. No cambiaría a mi adorado padre por ningún otro, pero, de tener que hacerlo, sin duda me quedaría con el que interpreta Benigni en esta película y cuyo único y legítimo interés es cerrar a su hijo las puertas al horror que se vive en el campo de concentración en el que ambos son confinados durante la segunda guerra. Basculando de principio a fin entre el drama y la comedia, Benigni borda una historia de amor más allá de la muerte plagada de momentos para no olvidar (nunca dar los buenos días ha sido más emocionante) que, desgraciadamente significó su canto de cisne para el cine. Desde entonces y hasta ahora, cero absoluto. Ni uno solo de los fotogramas que ha rodado después ha merecido el crédito que obtuvo entonces.
EL BOLA (2000), DE ACHERO MAÑAS: Este es uno de esos casos en los que he habitado en una dimensión distinta al resto de los espectadores. No sé si será por la deslumbrante presencia de Juan José Ballesta (probablemente, junto a Javier Bardem el mejor actor español en activo hoy en día), por la terrible tensión acumulada durante los minutos precedentes o por la sobriedad del plano, pero, en pocas ocasiones he sentido mayor congoja que en la secuencia final de esta durísima y atroz película sobre los malos tratos a menores con la que el mediocre actor y muy interesante director, Achero Mañas debutó en el largometraje hace ya mucho tiempo. Al igual que Benigni, poco más se ha vuelto a saber de él. Eso sí, nos dejó una de las mejores películas españolas de los últimos tiempos, que no es poco.
TIERRAS DE PENUMBRA (1995), DE RICHARD ATTENBOROUGH: El generalmente plano y aburrido Richard Attenborouh destapó el tarro de las esencias en 1995 al adaptar al cine un librito de apenas 100 hojas escrito por el británico C.S. Lewis (y que bajo el nombre de "Una pena en observación" oculta uno de los tesoros literarios más grandes del siglo XX) en el que se recoge la dramática historia de amor que existió entre el propio Lewis (de plena actualidad por las adaptaciones cinematográficas de su serie "Las crónicas de Nardia") y la poetisa Joey Gresham. Con un pletórico Anthony Hopkins y la magistral interpretación de Debra Winger (justa candidata al Oscar en la edición de aquel año) la película es una montaña rusa de sentimientos flor de piel que es dominada con inusitada habilidad por el mismo hombre que perpetró horrores como "Ghandi" o "Chaplin". Recuerdo que, con aviesas intenciones invité a una bella señorita al cine a ver esta película, con la esperanza de que entre unas cosas y otras, mi caballerosidad me obligara a consolar su emocionado corazón. Curiosamente fue, finalmente, ella la que se vio obligada a prestarme su pañuelo para detener mi torrente lacrimal. Seguro que a Sabina esto no le hubiera pasado.