sábado, 17 de noviembre de 2007

Maldito protocolo



La Reina Isabel II de Inglaterra, con su innegable y personalísima cursilería británica, se calzó las gafas en el caballete de la nariz y, en el tradicional mensaje a la nación del día de Navidad de 1992, definió aquel año como un "annus horribilis". Dada la confraternización que existe entre las Casas Reales europeas y teniendo en cuenta los estrechos pasillos por los que se mueve el protocolo palaciego, en sintonía con aquel lejano mensaje de hace quince años, este 2007, es el turno de nuestro Rey para reflexionar en voz alta sobre los acontecimientos que nuestra Familia Real ha vivido en los últimos meses. Lástima que dichas normas de granito no permitirán al Monarca decir en ese mensaje lo que realmente pasará por su cabeza. De no ser por esta rigidez, el tradicionalmente soporífero mensaje navideño podría ser algo para no perderse.

En los últimos meses y sin apenas respiro, la figura del Rey y, por tanto, la Familia Real, se ha visto metida en unos jardines de los que no parece poder salir. Los acontecimientos se enlazan sin tiempo para la reacción. Desde el enmarañado fallecimiento de la hermana de la Princesa de Asturias hasta la reciente separación de los Duques de Lugo, hemos podido asistir a algunos de los momentos menos dichosos de nuestra monarquía desde que se reinstauró en los setenta. La quema de sus retratos a manos de una panda de exuberantes pero huecos republicanos de corte nacionalistas provocó un inconcebible e innecesario debate acerca de la necesidad de la institución que únicamente dio alas al grupo de incandescentes bárbaros. El reciente altercado verbal con el humanoide venezolano así como su mutis por el foro cuando el presidente de Nicaragua tomo el relevo en el escarnio, tampoco han ayudado a enderezar el rumbo. Sin duda, los que esperan el menor resquicio para meter el dedo y horadar las bases de nuestra Monarquía han vivido en este 2007 un año glorioso. Alegra, no obstante, constatar que aún queda mucho trabajo para que estos agujeros dejen de ser hoyos cavados en al playa que desaparecen con la marea.Ni siquiera en estos momentos de zozobra institucional, la Corona ha sufrido algo distinto a un leve zarandeo.

Con un apoyo ciudadano de casi el 80%, plantearse a estas alturas si la figura del Rey es o no importante, si la institución está o no vigente, si el peso del Monarca en las relaciones nacionales e internacionales es decisorio es no sólo estéril sino injustificado. A estas alturas, apoyar esos planteamientos es tan absurdo como planteárselas en Francia, con el Presidente de la República. La consolidación de la Monarquía como sistema político español es indiscutible. Si la Corona es una figura arcaica y medieval no lo es menos la Iglesia y no por ello nos planteamos la necesidad de extirparla para sustituirla por una forma alternativa. Si el presupuesto de la Casa Real (que en 2007 alcanzó los 25 millones de euros) es algo exagerado y de difícil justificación, no es menos cierto que queda muy por debajo del asignado a la Presidencia de la República Francesa (90 millones de euros, sin contar los sueldos de los más de 950 empleados a su cargo) y a sideral distancia del asignado a la de la italiana (217 millones de euros), sin contar que cada uno de los apartados de su presupuesto son aprobados por el Congreso y fiscalizados por los organismos competentes.

Los Reyes de España son nuestra mejor tarjeta de visita en el extranjero y un símbolo de unidad en nuestro país. Indudablemente, esta labor la podría llevar a cabo un presidente, un sacerdote o un teniente coronel. Lo que es cierto es que, en la actualidad, esta labor es realizada de óptimo modo por la Casa Real y maldita la gana de que deje de serlo, porque, a diferencia de los partidarios de la república, la Monarquía no es utilizada por sus partidarios como arma arrojadiza contra la solución republicana ni la considera su reverso infame. Si la hija del Presidente de la República Federal Alemana decide casarse con el hijo de un tabernero berlinés, a nadie parece importarle y, mucho menos, piensa que debería, por nosequé extraña razón, condenarse a vivir en permanencia junto al hijo del Presidente de la República Democrática del Congo. Algo tan obvio y razonable es, al parecer, inaceptable para el heredero al Trono. Por una incomprensible envidia oportunista, los detractores de la Casa Real parecen alegrarse de sus desdichas y sienten como mandobles de cimitarra sus golpes de suerte. Mala forma de cohabitar y flaco favor a su causa.

Lo siento por Chávez y también por Carod Rovira y Jiménez Losantos, pero lamento comunicarles que tienen por delante una hercúlea tarea si, como parece, es su deseo tumbar la monarquía. Maldito sea el protocolo que nos impedirá escuchar esta Navidad al Rey soltando por su boca lo que le pide el cuerpo. Ni siquiera así sería posible restarle un ápice de su prestigio y talla política.

miércoles, 7 de noviembre de 2007

Una furtiva lágrima


En su canción "La del pirata cojo", Joaquín Sabina se define en las primeras estrofas como un fulano que no tiene la lágrima fácil. Un servidor, por el contrario, y sin ser una flor desconsolada que se arrastra gimoteando por las esquinas, no tiene problemas en reconocer que una secuencia cinematográfica con la conveniente intensidad emocional, una melodía diseñada con sensibilidad o una frase escrita con arrebatado sentimiento, pueden, en el mejor de los casos, provocarme un agradable nudo en el estómago cuando no provocar un sincero lagrimón de esos que el cantautor madrileño parece tener dificultades en despeñar mejilla abajo.

Aunque he tenido esas sensaciones con varios libros y con multitud de obras musicales, es, sin duda, en el cine, donde más han proliferado este tipo de acontecimientos. En muchas ocasiones, mis nudos y lágrimas se han visto acompañados por el de otros tantos espectadores. En otras, por el contrario, he tenido la sensación de estar en otra dimensión, más seca y mecánica que la mía al constatar que nadie salvo el abajo firmante vivía la intensidad del momento.


LOS PUENTES DE MADISON (1995), DE CLINT EASTWOOD: En mi larga cruzada en defensa de esta memorable obra maestra de Clint Eastwood, me he visto obligado a traspasar con mi florete de duelo un buen número de pétreos corazones a los que no se les movía un pelo cuando calificaban de ñoñería y cursilada esta apasionante historia de amor entre una aburrida ama de casa y un fotógrafo del National Geographic. No sólo cuenta con la mejor interpretación de Meryl Streep en toda su carrera. Además, es una exhibición en toda regla de su director y protagonista. En pocas ocasiones ha sido posible transmitir tanta intensidad con tanta economía de medios. Todo en la película es frugal y mínimo en beneficio de la historia que narra. Si en la secuencia bajo la lluvia cerca del final no sientes algo en el estómago, visita un médico.

UN TRANVÍA LLAMADO DESEO (1951), DE ELIA KAZAN: Dicen que el mito de Marlon Brando nació con la chaqueta de cuero que lucía en "Salvaje", pero, en mi opinión, la sensible brutalidad de su personaje en esta magistral adaptación de la obra de Tenessee Williams, es el origen de todo. Parece imposible que el violento y brutal animal de blanca camiseta que arrasa la pantalla cada vez que entra en cuadro pueda provocar otra reacción que el temor o el rechazo y, sin embargo, todavía no he visto una secuencia más intensa emocionalmente que su declaración de amor a gritos (de nuevo) bajo la lluvia. Durante bastante tiempo, la historia de Stanley y Stella fue para mí sinónimo de pasión, de amor desaforado. Lastima que la dirigiera el odioso y genial Elia Kazan, aunque, quizás, de no haber sido él, estaríamos hablando de otra cosa muy distinta.

LA VIDA ES BELLA (1998), DE ROBERTO BENIGNI: Si existe algún cineasta al que puede llamársele "flor de un día" es a Roberto Benigni. Ni las patochadas que filmó antes de esta maravillosa película ni los horrores indigestos que pretendió colar con posterioridad aguantan la comparación con este terremoto sentimental que cocinó el director y actor italiano a costa del delicado tema del Holocausto nazi. No cambiaría a mi adorado padre por ningún otro, pero, de tener que hacerlo, sin duda me quedaría con el que interpreta Benigni en esta película y cuyo único y legítimo interés es cerrar a su hijo las puertas al horror que se vive en el campo de concentración en el que ambos son confinados durante la segunda guerra. Basculando de principio a fin entre el drama y la comedia, Benigni borda una historia de amor más allá de la muerte plagada de momentos para no olvidar (nunca dar los buenos días ha sido más emocionante) que, desgraciadamente significó su canto de cisne para el cine. Desde entonces y hasta ahora, cero absoluto. Ni uno solo de los fotogramas que ha rodado después ha merecido el crédito que obtuvo entonces.

EL BOLA (2000), DE ACHERO MAÑAS: Este es uno de esos casos en los que he habitado en una dimensión distinta al resto de los espectadores. No sé si será por la deslumbrante presencia de Juan José Ballesta (probablemente, junto a Javier Bardem el mejor actor español en activo hoy en día), por la terrible tensión acumulada durante los minutos precedentes o por la sobriedad del plano, pero, en pocas ocasiones he sentido mayor congoja que en la secuencia final de esta durísima y atroz película sobre los malos tratos a menores con la que el mediocre actor y muy interesante director, Achero Mañas debutó en el largometraje hace ya mucho tiempo. Al igual que Benigni, poco más se ha vuelto a saber de él. Eso sí, nos dejó una de las mejores películas españolas de los últimos tiempos, que no es poco.

TIERRAS DE PENUMBRA (1995), DE RICHARD ATTENBOROUGH: El generalmente plano y aburrido Richard Attenborouh destapó el tarro de las esencias en 1995 al adaptar al cine un librito de apenas 100 hojas escrito por el británico C.S. Lewis (y que bajo el nombre de "Una pena en observación" oculta uno de los tesoros literarios más grandes del siglo XX) en el que se recoge la dramática historia de amor que existió entre el propio Lewis (de plena actualidad por las adaptaciones cinematográficas de su serie "Las crónicas de Nardia") y la poetisa Joey Gresham. Con un pletórico Anthony Hopkins y la magistral interpretación de Debra Winger (justa candidata al Oscar en la edición de aquel año) la película es una montaña rusa de sentimientos flor de piel que es dominada con inusitada habilidad por el mismo hombre que perpetró horrores como "Ghandi" o "Chaplin". Recuerdo que, con aviesas intenciones invité a una bella señorita al cine a ver esta película, con la esperanza de que entre unas cosas y otras, mi caballerosidad me obligara a consolar su emocionado corazón. Curiosamente fue, finalmente, ella la que se vio obligada a prestarme su pañuelo para detener mi torrente lacrimal. Seguro que a Sabina esto no le hubiera pasado.