lunes, 15 de abril de 2013

Anton llama a su puerta

Tímido, con un gran complejo de inferioridad y privado por completo de genio y talento, además de ser un beato de primera categoría. Así, de primeras no parece, sin duda, el retrato del yerno ideal y, sinceramente, tendría mis reservas si las herederas me plantaran un novio con tal curriculum. Sin embargo, damas y caballeros, las apariencias engañan y tras tan deplorable tarjeta de visita, se esconde un sinfonista memorable, un artista de inigualable sensibilidad y uno de los músicos más grande de todos los tiempos. Con todos ustedes, el compositor austriaco Anton Bruckner (1824- 1896).

Upsss, no, ésta es Agnes. Anton es el de arriba.
Que fue tímido nadie lo pone en duda. Sin duda llevar más de cinco generaciones labrando los campos del señor feudal de turno debe marcar los genes de una familia, por mucho que el padre del muchacho (primogénito de once hermanos, ahí es nada) iniciara el cambio de tendencia hacia la enseñanza. Menos claro queda el tema del complejo de inferioridad. Cierto es que dedicó los dos tercios de su vida a acumular títulos y diplomas en cuantas disciplinas se le pusieron a tiro y esa tendencia a parapetarse tras reconocimientos suele ser síntoma de una personalidad necesitada de admiración. Pero, creo que todo aquel que fabrica algo para el público, por definición, se tiene en un concepto lo suficientemente alto como para suponer que algo salido de los surcos de su cerebro puede interesar a alguien ajeno a uno mismo, por lo que, desde mi punto de vista, Bruckner tenía muy clara su valía como músico. Cierto es que Don Anton fue un poco "facilón" y permitió casi a cualquiera que metiera mano a sus partituras para lograr algún que otro "Me gusta" adicional, pero no creo que su lícito afán de llegar al público sin perder su esencia merezca tacharlo de inseguro o pusilánime.

Que carecía de talento y de genio también es algo que aún se dice por ahí. Que si era un simple copión, que si se limitó a traspasar el concepto musical de Wagner a la sinfonía (no es cierto, pero de haberlo sido no me parece fácil empresa para un tipo sin talento), que si su obra sinfónica no es sino una sola muy larga (que se repite más que las sardinas en aceite, vamos). Paparruchas, amigos. Como dijo Wagner, Bruckner es el único compositor que aporta algo a las sinfonías desde la revolución que supuso el paso de Beethoven por el mundo. De hecho, las colosales dimensiones de las obras brucknerianas- y no solo por el ejército de instrumentistas que precisan y su enorme longitud- llevan la forma sinfónica al límite de sus posibilidades. Más allá hay otras cosas, pero ya no son sinfonías.

Abadía de San Florían, donde Don Anton reposa.
Por último, que fue un beato, sinceramente lo ignoro. Devoto lo fue. Y mucho. No en vano, de una manera y de otra, su vida esta íntimamente ligada a la religión en general y a la mística divina en particular. Sin ir más lejos, el compositor descansa bajo el órgano de la Abadía de San Florian, donde tantas veces toco (era un virtuoso deslumbrante que, curiosamente, no dejo nada compuesto para su instrumento predilecto) y a la que estuvo vinculado toda su vida desde que ingresara como niño cantor con apenas trece años. Por otra parte, su obra incluye mucha música sacra (misas, varios motetes y, mi favorito, un Te Deum que quita el aliento) y no dudó un minuto en dedicar, así, sin más, su última sinfonía "al buen Dios". Esa devoción, esa mística exaltación religiosa que dirigió su vida se detecta en cada nota, en cada estructura melódica de sus partituras y no me extraña que algunos digan que escuchar a Bruckner es como pasear sin prisa por una enorme catedral, admirando los detalles y los juegos que las luces de las vidrieras practican sobre ellos. Sí, Bruckner fue un devoto. Y sus admiradores sólo podemos agradecérselo, ya que de no haber sido así, probablemente sus majestuosas estructuras musicales, no hubieran brillado del mismo modo.

Haganme caso y permitan que la música de este compositor genial entre poco a poco en sus vidas. Les garantizo que, si le dejan, sus vidas- musicales- no volverán a ser las mismas. Si quieren pueden empezar por aquí y ya me irán contando.

lunes, 1 de abril de 2013

Lo que el viento no pudo llevarse

En la última entrega de "La melodía escurridiza 2.0", dedicada a "Lo que el viento se llevó" comenté que la elección de esa partitura no había sido fruto de la casualidad y que, independientemente de lo adecuado de su colocación al final del concurso, con todo ya decidido, la música tenía algo de simbólico para el ladrillo. Anuncié que lo explicaría en unos días, pero hay que ser muy comprensivo para considerar un trimestre entero como "unos días". Es, por tanto, indiscutible que la anunciada explicación se ha tomado más tiempo del inicialmente debido, pero debo reconocer que este retraso ha sido muy positivo: cuando escribí aquella entrada, el ladrillo tenía los días contados y una fecha de caducidad muy concreta. Ahora, tres meses después, la entrada de despedida redactada entonces y de nombre "Sexta y última" va desapareciendo mientras escribo ésta.

Los que le damos a esto de las bitácoras virtuales sabemos que, como en casi todo, hay altibajos. Momentos en los que comprobar si una entrada tiene o no comentarios es lo primero que uno mira cuando se despierta por la mañana y momentos en los que el blog languidece y permanece con parálisis facial durante semanas. En ocasiones, los temas parecen emboscarte a diario para que los trates en la bitácora quitando incluso horas al sueño y otras veces uno parece un personaje de "Barton Fink". Todo esto ocurre. Y no sólo no es grave sino que incluso, me atrevería a decir que es saludable, porque el entusiasmo continuado deviene en hastío con más rapidez que la que es posible imaginar y no hay nada mejor que subir una cuesta para luego disfrutar de bajarla. Pueden faltar las entradas, pero nunca las ganas de hacerlas.

A finales del año pasado, el ladrillo era un muerto viviente. Creo que eso era un hecho evidente para cualquiera que lo siguiera, bien de forma habitual, bien como lector ocasional. No me apetecía escribir, pero tenía que hacerlo para cumplir con "La melodía escurridiza" que, como todos los buenos personajes hacen con los actores que los interpretan, encasilló al ladrillo en el concurso y con su estructura apenas dejó espacio para publicar algo que no fuera directa o indirectamente vinculado a ella. Y ese aire mecánico, de imposición vició todo lo que escribí en esos días. Lo peor que le puede pasar a un blog y éste no ha sido una excepción, es que se construya por obligación o, peor aun, por inercia, que las entradas aparezcan porque toca o porque no hay más remedio. Para eso, es mejor dejarlo y gastar el tiempo en otras cosas. Y eso es lo que decidí en los últimos días del año pasado.

La idea era aprovechar la entrega de premios del concurso para convocaros a la fiesta de despedida, pero entre unas cosas y otras no aproveché la ocasión y "Sexta y última" quedó como borrador mientras los temas sobre los que hablar, despejado el camino de pentagramas y enigmas, empezaron a asomarse a mi ventana y, servidor, libre de las obligaciones del concurso, comenzó a encontrar el camino en el teclado para cumplir con aquellos principios generales que se establecieron hace casi seis años en la entrada que abrió esta bitácora y que no son otros que los de escribir sobre lo que uno quiera, cuando quiera y como quiera, libremente, decidiendo en todo momento lo que es prioritario y lo que no.

Si comparamos este año con cualquiera de los anteriores, la cosecha esta siendo paupérrima- nueve entradas en tres meses- pero difícilmente podría encontrar textos más coherentes- que no mejores-  con la idea que alumbró el ladrillo que los escritos este año. Solo he castigado el teclado cuando me lo ha pedido en cuerpo y, tal vez, por eso, cada vez me apetece hacerlo más. Sinceramente, si el ladrillo no se ha derrumbado en este 2013, creo que ya va a ser difícil que lo haga en el futuro. Vivirá sus momentos buenos y sus momentos malos, pero vivirá. De eso y de que esta sexta temporada no será la última no me cabe la menor duda.