lunes, 12 de enero de 2015

Kafka es francés

Uno de los muchos descubrimientos literarios del recién fulminado 2014 fue el francés Emmanuel Carrère. Tras la lectura de "El adversario" y "De vidas ajenas", obras de cuya grandeza les hablé hace poco en el ladrillo (concretamente aquí), este nuevo ejercicio lector da el banderazo de salida con la que fue una de sus primeras novela y que lleva por título, "El bigote", la historia de un ejecutivo que tras años de lucir un frondoso bigote, decide afeitárselo solo para comprobar que nadie, su esposa, incluida, parece darse cuenta de tan destacable cambio.

¿Gracioso, verdad? Indudablemente, nos encontramos ante una novela de humor, una gansada absurda cuyo objeto es dilucidar las razones que explican tan descabellado punto de arranque, ¿no es cierto? Pues si piensan así, les aviso que van tan descaminados como el que suscribe, porque con "El bigote", Carrère se marca una novela que hubiera firmado Kafka sin dudar ni por un instante que pudiera desentonar en lo que a atmósfera se refiere junto a "El proceso" o "La metamorfósis". Y ya saben que las novelas del escritor checo no se caracterizan, precisamente, por ser un surtidor de carcajadas.

Con "El bigote" Carrère apuntala dos ideas que ya tenía formadas con las dos obras anteriores que han pasado por mis manos: a saber, que es uno de los mejores narradores que hay hoy en día en la literatura universal y que pocos hay tan capaces de escarbar en la mente del ser humano para sacar a la luz lo que anida a mayor profundidad.

La manera en la que la novela evoluciona desde su chistosa premisa inicial hasta su escalofriante conclusión es una clase magistral de técnicas narrativa que oscila entre ambos extremos, oscureciendo la broma que actúa como espoleta hasta convertirla en un lienzo de humor negrísimo (atención al momento en el que el protagonista se hace pasar por ciego para que un transeúnte le confirme si tiene o no el bigote en su sitio. Hilarante y terrible a la vez),  para sobrepasarlo holgadamente en el tramo final y convertir la peripecia del protagonista en un pesadilla de tintes apocalípticos. Y todo ello, con un ritmo y una cadencia maestra, inconcebible e implacable en su densidad que se adapta con elegancia y suntuosidad a la imparable trayectoria de los acontecimientos.

Al igual que ocurriera en sus otras dos obras, en "El bigote", tan importante como lo que pasa son las razones que explican y justifican los hechos. En todo momento asistimos a los resortes y mecanismos mentales que ponen en marcha la trama y su desarrollo y es complicado, resulta difícil negar la obvia lógica que motiva al protagonista a tomar las decisiones que toma y a no compartir su creciente angustia ante una situación que parece indicar una inverosímil conspiración mundial contra su persona.

No es "El bigote" una obra fácil de asimilar (sí de leer. Una gozada. Sus apenas ciento setenta páginas se devoran en un par de sentadas). Sus posos permanecen en la memoria mucho después de guardarlo en la librería junto a sus hermanos y ya les adelanto que son unos restos amargos, de los que uno aparta agitando la cabeza y cerrando los ojos, obligando a la mente a olvidar que de un hilo tan sutil y suave puede surgir un ovillo tan denso y oscuro como aquellos que le gustaba destejer a acierto escritor checo que, sin la menor duda, ocupa un puesto de honor en la biblioteca de Emmanuel Carrère.

miércoles, 7 de enero de 2015

Desde el desvan: La pregunta del millón

A principios de 2010, publiqué en el ladrillo una entrada en la que comentaba mis impresiones acerca del ataque sufrido por el dibujante danés Kurt Westergaard que pergeñó las celebérrimas caricaturas sobre Mahoma en 2005 y al que intentaron convertir en carne picada en su propia casa cuando el tema solo hervía ya en las ollas purulentas de los más fanáticos.

Y aquí estamos, casi cinco años exactos después tomándonos el aperitivo con un nuevo ataque a la libertad de expresión, cortesía de una horda de zoquetes asesinos que no permiten la más leve mancha en sus sagrados ropajes pero a los que les tiembla poco el pulso a la hora detonar explosivos, degollar personas maniatadas o ametrallar periodistas.

Me da por el mismísimo orto tener la oportunidad de volver a publicar aquella entrada pero es, desgraciadamente, una funda perfecta para el ataúd que han construido hoy esta panda de fanáticos asesinos a los que si Mahoma tuviera la oportunidad no dudaría en escupirles en sus miserables caras. Como siempre, les dejo aquí el enlace a la entrada original: lo mejor, también como es habitual, está en los comentarios que generó.


La pregunta del millon (04/01/2010)

Kurt Westergaard estuvo a punto de morir hace menos de dos días. Un joven somalí, armado con un hacha de considerables proporciones logró colarse en el interior de su domicilio e intentó asesinarlo al grito de "sangre y venganza". Afortunadamente, Westergaard logró refugiarse en la cámara acorazada instalada en su baño y, tras contactar con la policía (que logró finalmente reducir a disparos al agresor), salvar su vida.

Es muy posible que el nombre de Kurt Westergaard no diga nada a mucha gente. Pero si decimos que es el dibujante que en 2005 revolucionó a miles de musulmanes por unas caricaturas de Mahoma realizadas por él para el diario danés "Jyllands Posten", es más fácil ubicarlo. Cuatro años después cuando casi nadie se acuerda de aquel lamentable hecho en el que la libertad de expresión retrocedió varias décadas para alegría de los islamistas más radicales, Westergaard aún permanece en el punto de mira y de no ser por las medidas de seguridad que el gobierno danés le facilitó, el dibujante, cuyo único delito fue hacer uso de una libertad que ha costado siglos conseguir, sería carne fileteada en el pasillo de su propia casa.

No sería la primera vez, también es cierto. El polémico periodista y cineasta Theo Van Gogh, que dirigiera en 2004 el cortometraje "Sumisión", sobre el papel de la mujer en el Islam, fue asesinado en pleno centro de Amsterdam hace tres años por un integrista que tras derribarlo de su bicicleta con varios disparos de su pistola, lo acuchillo en repetidas ocasiones, lo degolló hasta el hueso y no contento con eso, le clavo un cuchillo en el corazón dejando sobre el cadáver una carta de varios folios llena de amenazas y apocalípticos augurios para "los no creyentes".

Uno puede escribir un libro en el que se diga que, en realidad, Jesucristo y sus Apóstoles son el precedente más antiguo de los Village People o dirigir una película en la que aparezca la Virgen María practicando el onanismo y, a lo más que se arriesga, sin ser poco, es que le censuren la obra. Sin embargo, cuando del Islam se trata, una mancha en la delicada sábana de sensibilidad que rodea a los más extremistas puede suponer tu decapitación o que la embajada de tu país, a miles de kilómetros, salte por los aires. Y no solo hoy, o cuatro años después, como es el caso de Westergaard. Un acto de este tipo condena al "culpable" a permanecer en perpetua guardia y vivir hasta el fin de sus días con un cuchillo colgando sobre tu cabeza. Salman Rushdie puede dar buena cuenta de ello.

¿Es admisible que la sensibilidad de un grupo religioso sea la vara a través de la cual todo Occidente mida su derecho a expresarse libremente? ¿Puede un sector extremo de una fe o una opinión política determinar qué es o qué no es merecedor de la muerte y actuar en consecuencia? ¿Puede alguien en su sano juicio pensar que, en realidad, Rushdie, Van Gogh o Westergaard, tienen lo que se merecen por haberse metido con la gente equivocada? ¿Vamos a pensar, de verdad, que al final los rodillazos en la nariz son agresiones nasales a la rodilla? Creo que la respuesta a esto es la misma que recibió Theo Van Gogh de su asesino cuando, mientras la vida se le escurría por su cuello cercenado, le preguntó si no era posible sencillamente que discutieran sin más sus diferencias.