viernes, 14 de diciembre de 2007

Ventajas de ser inglés


Si tu película no toca algún tema de trascendencia social (no demasiado delicado, por supuesto), no tienes en tu reparto uno o dos actores hambrientos por demostrar lo bien que lloran o lo capaces que son de cambiar de registro o aspecto y no eres un antiguo gran director quemando tus últimos cartuchos o un nóbel deseando celebridad, tus posiblidades de lograr una estatuilla en la próxima edición de los Óscar se reducen notablemente. Esa mínima probabilidad queda pulverizada hasta la nada si te llamas Edgar Wright y has escrito y dirigido algo tan difícil de definir como "Hot fuzz" ( "Arma fatal" en su paleta e insufrible adaptación al castellano), por mucho que, probablemente, tu película sea la mejor del año.

Nicholas Angel (Simon Pegg, también co-guionista) es el mejor agente de policía de Londres. Tan enorme es la diferencia entre Angel y sus compañeros de profesión que, con la finalidad de evitar que les siga dejando en evidencia, sus jefes no dudan en trasladarlo al remoto pueblo de Sanford donde la tranquila vida rural atempere al recto y exigente agente de la ley. Su estricto sentido del deber (en su primera noche medio pueblo es arrestado por diversas faltas) choca con las mucho más laxas normas de su nuevo jefe, el inspector Butterman (Jim Broadbent) que, con el fin de apaciguar su encendida personalidad, no duda en poner como compañero del recién llegado a su hijo Danny (Nick Frost), la otra cara de la moneda. Cuando el bucólico y aburrido ambiente de Sanford empieza a mellar la resistencia del sargento Angel, unos sangrientos acontecimientos rompen la tranquilidad de un pueblo que esconde mucho más de lo que parece.

Aunque "Arma fatal" es, indudablemente, una comedia, una inteligente parodia de las películas de acción de los noventa (de manera más o menos explícita se homenajea a cintas como "Le llaman Bodhi" o "Dos policías rebeldes") hay algo que la hace excepcional y que, simultaneamente, la aleja de otras películas de similares pretensiones, pero muy inferiores resultados como las series de "Hot shots", "Scary Movie" y demás fauna: Edgar Wright y Simon Pegg, máximos responsables del proyecto son ingleses. Y eso, a la hora de ser diferente, es casi indispensable.

Tal y como ya hicieron con el género de zombies en su anterior película, la espléndida "Shaun of the dead" ("Zombies party" en su, de nuevo, lamentable traducción al castellano), director y guionista trazan una linea sólida, pero muy fina entre la parodia y el homenaje que evita la burla sin ingenio y la fotocopia cariñosa, pero poco nutritiva. Casi todos los tópicos del cine de acción aparecen a lo largo del metraje (el policía obsesionado con su trabajo, el compañero torpe que, finalmente, se convierte en indispensable soldado salvador, los tiroteos a cámara lenta) pero limpios de polvo y paja, secados al sol de la campiña inglesa y rociados con una buena taza de té.

Pero "Arma fatal" no es tan solo una nueva articulación en clave de humor de las clásicas películas de acción de los noventa adaptadas al sentido del ritmo británico del siglo XXI, cortesía del espectacular talento visual de Edward Wright (atención a la primera reconstrucción de los hechos en el supermercado). Como ya hiciera en su momento, la mítica productora Ealing y tomando como base los relatos de Agatha Christie, el complejo y perfectamente estructurado guión de Pegg y Wright se presenta salpicado de acertados detalles costumbristas acerca de la vida en las pequeñas poblaciones británicas (la primera mañana de Angel en Sanford) que contrastan con brutales latigazos de humor negro (el "accidente" en la iglesia) que congelan la sonrisa en el rostro del espectador y que le hacen cuestionarse si, en realidad, no estaremos ante una película de terror en lugar de una comedia costumbrista. ¿O era una adaptación de las novelas negras del siglo XIX? Esa alternancia de registros logra que, en todo momento, la película resulte sorprendente, fresca, llena de matices e interesantes giros argumentales y, sobre todo, tremendamente entretenida (sus últimos treinta minutos son, sencillamente, prodigiosos).

Respecto a los actores son ingleses y, con eso, todo queda dicho. Espléndidos, sin excepción, desde el absoluto protagonismo de Simon Pegg hasta los cortos pero jugosos papeles de Bill Nighy o Steve Coogan, pasando por un recuperado Timothy Dalton que, literalmente, devora la pantalla en cada una de sus apariciones como el misterioso dueño del supermercado más importante de Sanford (memorable su última y "penetrante" conversación con el sargento Angel) y el camaleónico Jim Broadbent como el paternal y permisivo responsable de la peculiar y surrealista comisaría de Sandford.

Sin duda, "Arma fatal" pasará sin formar demasiado alboroto por los cines del mundo y mucho menos llamará la atención de los que deciden las teóricamente mejores películas del año. Es demasiado inteligente, transgresora y brutal para los cajones que utilizan los archiveros cinematográficos oficiales. Me juego un lirio japonés de la paz a que eso, a Edward Wright y Simon Pegg les importa muy poco y se conforman con que, al igual que ya ocurrió con su anterior película, será el tiempo el que coloque esta magnífica obra en el lugar que le corresponde. Ventajas de ser inglés.

martes, 11 de diciembre de 2007

Triqui y Traci


La Organización Mundial de la Salud lo tiene en el punto de mira desde que, hace casi cuarenta años empezara a devorar galletas sin respetar el adecuado equilibrio en su dieta entre las vitaminas, las proteínas y los minerales. De hecho, algunos dicen que su actual color azul es fruto de la falta de hierro y el exceso de grasas en su alimentación. Su actitud agresiva y su escaso vocabulario (claramente inferior al exigido por la autoridad educativa competente) no le han permitido desarrollarse conforme a la Convención de Ginebra sobre evolución social y personal. Aún es un misterio porqué tan poco recomendable personaje fue protagonista junto a otros sujetos de sospechosa calaña de "Barrio Sésamo", un programa de televisión para niños que nació en 1969 (mal empezó la cosa) y que durante casi cuarenta años de vida ha sido un referente formativo para millones de personas en todo el mundo.

Afortunadamente y con motivo de una nueva edición de los primeros capítulos de la serie, la compañía propietaria de los derechos ha lanzado el producto advirtiendo que "estos primeros episodios están destinados para adultos y pueden no adecuarse a las necesidades del niño en edad preescolar de hoy". De este modo, podemos salvar a nuestros hijos de la infame presencia de este glotón azulado que ha fomentado la obesidad, la falta de solidaridad internacional y la inviolabilidad de la propiedad privada, sin perjuicio de la influencia de su intolerable actitud en conflictos como la Guerra de Irak y el calentamiento global. Por supuesto y por el mismo precio ahorramos a nuestros vástagos la visión de posibles sodomitas con cabeza de piña, adictos a la leche y nada recomendables aficionados a las jacas y otros equinos. Debería cundir el ejemplo y que esta iniciativa fuera únicamente la chispa. Nada me haría más feliz que contemplar la nueva edición de "La bella durmiente" sin esa relación claramente necrófila o "Blancanieves y los sietes enanitos" sin esa ofensiva referencia a las personas de altura reducida.

Tranquiliza pensar que nuestros hijos van a poder desarrollarse en un mundo mejor y más feliz que el que nos ha tocado en suerte a los que padecimos la terrible influencia de estos seres oscuros y malignos que poblaron nuestros primeros años de vida y que, cuarenta años después, por fin, van a ocupar el lugar que merecen junto a las películas de Traci Lords. Menos mal que siempre hay alguien velando por nosotros.

sábado, 1 de diciembre de 2007

Un siglo de flojos


Mi relación con el arte contemporáneo es, cuanto menos, conflictiva, cuando no, simplemente, beligerante. A pesar de mis esfuerzos y de las copiosas oportunidades que le proporciono, nuestros encuentros tornan en desencuentros sin apenas habernos empezado a conocer. Danza, ópera, escultura, pintura, música. Sea cual sea la disciplina, donde muchos ven fuego, yo apenas capto el olor del humo. A veces, milagrosamente y casi por casualidad, surge un atisbo, un esbozo de algo que, quizás, tal vez, una vez realizado el correspondiente estudio podría llegar a convertirse en algo que, transcurrido el plazo de tiempo necesario podría admitir como mínimamente artístico. El problema es que esa sensación no es muy distinta a la que provoca, en ocasiones, que una mancha en el suelo o el dibujo de un baldosín, nos recuerde a algo o nos parezca interesante o, incluso, bello. Esa sensación carece de permanencia, no dispone de pilares y se diluye en mi memoria tan pronto como desaparece de la vista. Además, no por eso, deja de ser un borrón en el suelo o una casualidad en la pared de un servicio.

Carezco de la adecuada formación artísitica, eso es cierto. No sé una palabra de escultura ni de pintura. Aunque he leído mucho, tampoco creo que sea suficiente para catalogarme de lector empedernido y a pesar de los centenares de películas y obras de teatro que he visto en mi vida, no paso de ser un humilde aficionado. Sin embargo lo magro de mis conocimientos, no me impide admirar la apabullante belleza de la música de Ravel o Wagner. Tampoco esta carestía es obstáculo para admirar la literatura de Paul Auster o Javier Marías, ni la majestuosa perfección de la trilogía de "El Padrino" o el atractivo discurso visual de "Delicatessen". Por eso mismo, no creo que sea mi reconocida falta de conocimientos lo que me lleva a permanecer completamente al margen de las propuestas de José María Sánchez Verdú, Antoni Tápies, León Ferrari o Enrique Salamanca.

Personas cuyo criterio admiro fielmente y titulares de mentes abiertas y desarrolladas, defienden las manifestaciones artísticas contemporáneas, argumentando que, en el siglo XX y aún más en el XXI, hay cosas que el arte ya no puede decir. Al menos, no puede decirlas tal cual han venido siendo dichas en los últimos años. Dos guerras mundiales, la sobredosis informativa de las últimas décadas y un claro paso de lo social a lo individual han generado que el hombre haya perdido el enlace con sus circunstancias. Yace solo, desarraigado, en una forma de páramo existencial sin orden que únicamente provoca frustración, ansiedad, rabia o ira. Por esa razón, el artista descomprime y rompe las normas, desordenándolas a su antojo, rompiendo así en mil pedazos la linea temporal lógica y el cronológico devenir de los acontecimientos. El artista moderno, primero escucha la frase, luego capta el movimiento de los labios y posteriormente la mirada que hasta hoy precedía a todo. La desfragmentación vendría ser, así, el hilo conductor que vertebra el arte contemporáneo. Por mi parte, considero que embarullar lo existente no es muy distinto a desmantelar un rompecabezas. Y eso puede hacerlo un niño de pocos meses. La esencia del arte es la imposibilidad que siente el que observa de imitar su grandeza. Ni en un millón de años podría componer "Tristan e Isolda" o esculpir "El pensador". Sin embargo, dudo que tuviera dificultad en escribir la partitura de la segunda parte de "El viaje a Simorgh" o pintar al compañero de exposición de cualquier obra de Mark Rothko.

Hasta que el pozo de las ideas se secó, hace ya muchos años, el arte se movió hacia delante de manera paulatina. Se aprecia una lenta pero inexorable evolución entre la música de Richard Strauss y la de Beethoven y entre la de éste y la de Mozart o Haydn en una relación causa efecto que se pierde en el tiempo pero que deja bien asentadas las bases de cada paso para poder dar el siguiente. Sin embargo, con la entrada en el siglo XX, todo se transforma. La certeza de que hemos alcanzado el final del pozo, provoca un arrebato suicida que nos lleva a enmarañar la herencia recibida en un potaje indigerible que no lleva a ninguna parte y que, por supuesto, no representa evolución alguna.

Lo peor de todo es que, a fin de cuentas, el siglo XX no ha sido más espantoso que los anteriores. La queja y el fastidio es uno de los pilares fundamentales del hombre. Decía Borges que a su abuelo le tocaron vivir, como a todos los hombres, tiempos difíciles. Siempre estamos peor que nunca. Lo que nos pasa es siempre mucho peor que lo que otros han sufrido. Sin embargo, la realidad es que ese horror y esa angustia vital que ha pulverizado el arte como lo conocíamos hasta entonces, no es tal, ni su intensidad es tan poderosa que tengamos justificadas razones para hacer volar por los aires siglos de historia y de evolución. Si nosotros hemos padecido dos guerras mundiales, otros han vivido conflictos de cien años de duración. Si en el siglo XX vivimos el fascismo, el feudalismo campó a sus anchas hace menos años que los deseados. Si aquellos no tuvieron que rascar un tenedor sobre el plato para transmitir angustia al oyente y pudieron transmitir otro tipo de sentimientos distintos al miedo y a la nausea y los artistas contemporáneos no han sido capaces, al final resulta que el siglo XX ha sido un siglo de flojos y blandos que no pudiendo soportar lo que les ha tocado vivir y en vez de mirar hacia atrás buscando las bases que permitan, si eso es posible, volver a iniciar el camino, han optado por desvalijar la casa del abuelo y llevarse lo que puedan para protegerse de la que está cayendo.