Existen dos modos básicos de indicar que los personajes de una novela van a comer antes de continuar trabajando. Una de ellas sería, por ejemplo:
"Interrumpieron la tarea unos minutos para tomar un bocado y siguieron trabajando"
Sucinto, directo, sintético y eficiente. Una frase sencilla y precisa para transmitir una idea igualmente sencilla y precisa. Pero no es menos cierto que también puede comunicarse la misma idea de una manera muy distinta, como por ejemplo, la siguiente:
"Interrumpieron la tarea unos minutos para tomar un bocado (en el bar situado bajo la ventana del despacho en el que trabajaban y en el que dieron buena cuenta de un par de bocadillos de torreznos con picadillo, dos cervezas frescas y espumosas que bebieron de un trago, un generoso trozo de pastel de zanahorias y un café con leche en vaso que terminaron llevándose en uno de plástico tras comprobar lo tarde que se había hecho) y siguieron trabajando"
Fiel amigo de la síntesis y miembro numerario de la Asociación contra la Incontinencia Verbal, en general, la segunda alternativa me provoca un agarrotamiento mental fulminante que suele culminar con el libro en la estantería, en casa de un amigo o, incluso, en el interior de una bolsa de basura si el caso es extremadamente grave. En este sentido, es una pena que el sueco Stieg Larsson, autor de la exitosa trilogía "Millenium", haya optado por esta farragosa alternativa, porque lo que no puede negársele es que sabe muy bien cómo narrar una historia y hacerla interesante para el público. Así lo atestiguan los diez millones de ejemplares que por el momento (en breve será publicada la tercera y última parte de la saga) han sido vendidos en todo el mundo de los dos primeros volúmenes de la misma, “Los hombres que no amaban a las mujeres” y “La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina”.
Por si alguien ha vivido congelado en un contenedor aislado del mundo por varios centímetros de hormigón en los últimos meses y no ha oído hablar de la obra, simplemente comentar que “Millenium”, narra las andanzas de un intrépido periodista de una imaginaria revista sueca de homónima denominación, que responde al nombre de Mikael Blomkvist y al que las circunstancias llevan a enmarañarse en complejas y enrevesadas investigaciones criminales. Simultáneamente y sin dejar de cruzar su historia con la de Blomkvist, Larsson nos presenta el gran hallazgo de la trilogía, la asocial y perturbadora Lisbeth Salander, bisexual, implacable, de infancia perturbadora y métodos expeditivos, con una extraordinaria habilidad con los ordenadores que la convierten en el más temible pirata informática del mundo. Sobrevolando todo ello, una galería de secundarios desbordante, inabarcable y excesiva, en la que es fácil perderse, pero que otorga a la obra la cantidad de oxígeno necesaria para evitar que “Millenium” se convierta en un dúo de solistas.
Larsson acredita disponer de un talento narrativo extraordinario. Tiene sentido del ritmo, imaginación vertiginosa y mediante repentinos giros, modifica los puntos de vista a su antojo para crear una continua tensión en el desarrollo de la trama. No es (excesivamente) tramposo, dosifica con mesura las sorpresas y sabe dotar a sus personajes de presente, pasado y, sobre todo futuro, evitando así, convertirlos en huecos estereotipos que se alejan del lector. Tiene, además, la fortuna de contar con Lisbeth Salander, una heroína de primera, diseñada con todo mimo y detalle que se convierte en el principal atractivo de la obra, hasta el punto de que, en muchas ocasiones, es casi más interesante lo que de ella se cuenta que la trama policíaca propiamente dicha.
No obstante todo lo anterior, “Millenium” tiene un problema, más patente en el primer volumen que en el segundo, y es que Larsson confunde cantidad con calidad. El sueco, ya desde los kilómetros títulos de las obras, deja claro que no domina la elipsis. Lo que no escribo, no existe, parece pensar y, en ese sentido, Larsson malgasta centenares de palabras en innecesarias descripciones, multitud de detalles sobre qué, dónde y cómo comen o visten los personajes y desconcertantes pasajes trufados de especificaciones técnicas que convierten por momentos a “Millenium” en un extracto del catálogo informático de cualquier gran almacén. A pesar de su extraordinario sentido del ritmo, esta catarata de palabras inútiles que asolan de manera inclemente importantes tramos del libro, rompen la continuidad, desconectan la atención por completo y, en ocasiones, hacen mirar con cierta pereza las páginas que faltan para terminar la obra, además de alargar el libro hasta unas innecesarias setecientas páginas que, perfectamente, hubieran podido caber en cuatrocientas.
No es lo mismo ser un buen escritor que un buen narrador. Todos los escritores son buenos narradores pero no ocurre lo mismo cuando se trata del caso contrario. El problema es cuando el sujeto en cuestión ni sabe escribir ni, además, es capaz de llevar a buen puerto la historia. Es entonces cuando nos encontramos con abominaciones como “La heredera”, el innombrable tostón de la norteamericana Elisabeth Kostova que me regaló hace un par de años un familiar con el que, por cierto, aún no he reanudado las relaciones diplomáticas. A juzgar por la velocidad endiablada a la que uno pasa sus páginas, no es éste, a pesar de los pesares , el caso de Larsson y “Millenium”. Lisbeth Salander puede dar fe de ello