miércoles, 27 de enero de 2010

Olas


A pesar de que los estoicos ya hablaron de ello, debemos agradecer al filósofo alemán Friedrich Nietzsche el acuñamiento del llamado "eterno retorno", entendido como un concepto temporal en el que los acontecimientos se desarrollan según reglas de causalidad de manera que el fin de un hecho cualquiera marca inexorablemente el principio de otro que, a su vez genera un tercero en una sucesión cuyo fin vendrá marcado por el reinicio del ciclo. A la vista de lo narrado en su última película, la muy interesante "Triangle", el británico Christopher Smith, que ya destacó hace un par de años con la descacharrante "Severance" debe ser un asiduo lector del autor de "Así habló Zaratrustra".

Una tranquila travesía marítima se convierte en una trampa mortal para los tripulantes de un pequeño velero como consecuencia del desencadenamiento de una furiosa tormenta que casi logra hacer zozobrar la embarcación. Cuando todo parece perdido para los supervivientes, un enorme transatlántico aparece en el horizonte como inesperado salvavidas, si bien, una vez a bordo, los naúfragos comprueban que el buque está vacío o, al menos, sus tripulantes no se dejan ver. La agobiante sensación de estar siendo observados, se vuelve aun más angustiosa cuando Jess, una de las supervivientes (Melissa George) comienza a tener la aterradora sensación de que todos han estado ya antes ahí.

Smith, que también ha escrito el guión de "Triangle" toma elementos de "El resplandor", "Memento" y "Ghost ship" entre otros, para diseñar una pesadilla que no parece abrir caminos nuevos en el trillado tema del buque fantasma hasta que a los veinte minutos de proyección la película parece terminar de la manera más previsible posible. El espectador tarda solo unos segundos en comprobar que, en realidad, la historia acaba de empezar ¿O tal vez estamos asistiendo a un recuerdo, a un enorme "déjà vu" de los protagonistas? ¿Puede ser que, tal y como sospecha Jess, todos han recorrido ya antes los lúgubres e inquietantes pasillos del barco? ¿Tal vez ni siquiera están allí ahora y yacen muertos en el fondo del mar? Sólo en los últimos minutos todo encajará terroríficamente en un final desasosegante y crudo como pocos.

Esa continuada sensación de inestabilidad, como si nosotros mismos anduviésemos meciéndonos inseguros con los protagonistas en la cubierta del barco, es el gran acierto de Smith como guionista y, al mismo tiempo, su gran defecto: no es posible andar siempre tambaleándose sin caer al suelo alguna vez. Me van a permitir que servidor no entre más en el tema para no despanzurrar las sorpresas ocultas en el libreto. Como realizador, el británico se mantiene a la altura de su palabra y logra crear una atmósfera onírica y retorcida que sumerge al espectador en un juego de espejos y guiños, inquietante y barroco. Con un ojo puesto en Kubrick y otro en Peckinpah, sin por ello huir del efectismo que tanto reclama el público en los últimos años, Smith convierte el avejentado transatlántico donde se desarrolla la trama de "Triangle" es un paraje inhóspito lleno de pasillos que parecen girar sobre si mismos y retorcerse hasta acabar en el punto de partida y cuya asfixiante atmósfera no parece liberarse ni siquiera cuando las peripecias de los protagonistas se producen en el exterior del buque.

Del reparto, poco hay que decir ya que los personajes son apenas sombras trazadas con cuatro lineas básicas. Cumplen sin duda con su sencillo papel de comparsas de la bellísima Melissa George, reina absoluta de la función, pero apenas están esbozados y se limitan a deambular por los pasillos del buque y a esperar el desarrollo de los acontecimientos. Tal vez por esa falta de oponentes de peso, la interpretación de la actriz australiana resulta sumamente convincente y es fácil empatizar con su angustiosa y retorcida pesadilla en ultramar. Por si la bella señora Winot está a la escucha no diré que, además, es todo un placer visual contemplar a la australiana en pantalla.

Tras acabar los títulos de crédito, el espectador permanece ante la pantalla con una extraña sensación de desconcierto en la que del mismo modo que si navegáramos en el tenebroso barco de la película es enormemente complicado determinar si "Triangle" es una escandalosa tomadura de pelo o, por el contrario, estamos ante uno de los artefactos más perturbadores e inteligentes que ha dado el cine de terror de los últimos años. Allá cada uno. Yo, personalmente, lo tengo claro.

miércoles, 20 de enero de 2010

Noir


Con el sugerente y atractivo subtítulo de "Noir", Marvel ha iniciado recientemente la edición de varias series limitadas (de cuatro capítulos, por lo general) en las que los lectores asistimos a una curiosa y anacrónica aproximación a sus personajes y cabeceras más populares.

Haciendo bueno aquello de que el crimen, para que en realidad sea crimen debe tener el sabor propio de los años treinta, la editorial norteamericana ha trasladado a aquella conflictiva época, personajes de la franquicia con el tirón de Lobezno o Spiderman, situando su origen en aquellos años de corrupción y violencia, desarrollando sus aventuras sobre referencias clásicas del cine negro. Panini Comics, la compañía encargada de la comercialización en España de las obras de Marvel ha dado el banderazo de salida con la serie dedicada a mi admirado y amistoso vecino Spiderman. Y el resultado es muy recomendable.

Sobre una historia escrita por David Hine y Fabrice Sapolski, "Spiderman Noir" rinde homenaje a películas como "La ley del silencio", "Código del hampa" u otras más recientes como "L.A. Confidential", situando el nacimiento del trepamuros en plena depresión norteamericana. Hay, por otro lado y como atrevida contradicción, guiños a la modernidad del personaje como las referencias a la memorable etapa del guionista J.M. Straczinsky en la serie regular del cabeza de red, recientemente concluida o los homenajes que Hines y Sapolski ofrecen al clásico cinematográfico de Todd Browning, "Freaks". Todo ello convierte "Spiderman noir" en un producto innovador, moderno y atrevido.... ¡¡en medio de la Gran Depresión norteamericana de los años treinta!!

En este mismo sentido, resulta sumamente original e ingeniosa la forma en la que personajes tan famosos de la franquicia como Norman Osborn, Kraven, J.J. Jameson o Felicia Hardy son transformados en arquetipos clásicos de novela negra sin que la jugada chirrie en ningún momento. Así, la ambigua Gata Negra de los comics tradicionales es aquí la dueña de un prostíbulo de lujo con buen corazón, mientras que Norman Osborn encaja como un guante en su papel de capo mafioso rodeado de sicarios con los rostros de enemigos clásicos del trepamuros como Kraven o un escalofriante Adrian Toomes que es, sin duda, el mayor acierto de la obra. De la nueva orientación dada por los autores a la plomiza tía May y al propio Peter Parker, prefiero no hablar para no arruinar la sorpresa.

La parte gráfica corre a cargo de Carmine di Giandominico que lleva a cabo un trabajo impecable, dotando al conjunto de una atmósfera oscura, densa y expresionista que alcanza momentos sencillamente redondos como la muerte de Ben Parker o el tramo final en las cloacas. Respecto a su diseño de nuestro amistoso vecino, a medio camino entre Spirit y Veneno, sólo decir que es todo un acierto: resulta inquietante, creíble (un tipo deslizándose por los tejados con un pijama azulgrana resultaría bastante fuera de lugar) y, a pesar de estar tan alejado de la imagen tradicional del personaje creado por Stan Lee y Steve Dikto, es sumamente fácil identificarlo como el cabeza de red que todos conocemos. El pistolón que le han colocado como detalle final otorga al conjunto ese toque retro tan interesante que rodea toda la obra.

Para los próximos meses, Panini anuncia la publicación de las series dedicadas a Lobezno, Daredevil y X-Men. Por lo que he podido leer en la red, el nivel se mantiene e, incluso, en el caso de la serie dedicada al Profesor Xavier y sus alumnos, se alcanzan cotas realmente memorables. Permanezcan atentos a su librería y háganse con esta excelente forma de invertir quince euros. Seguro que nadie se arrepiente.

miércoles, 13 de enero de 2010

La púa y la cuerda


Cuando apenas sobrepasaba la quincena, servidor solía pasar las tardes de los sábados en una popular discoteca del centro de la capital que disponía de un "horario especial" para menores de edad. Durante la franja que iba desde las cinco de la tarde a las nueve de la noche, la sala ponía a disposición de su espinilloso público todas sus instalaciones y servicios salvo la distribución de bebidas alcohólicas, de modo que que el tiempo se gastaba en hacer el cabra en la pista de baile, flirtear con las chicas, ensayar pose ante las seleccionadas y suplicar al camarero que pusiera en tu refresco algunas gotas del contenido de las botellas que se apiñaban en las estanterías superiores a la espera de hígados más trabajados.

La guinda de aquellas tardes adolescentes la ponía el encargado de la música que, minutos antes de terminar la sesión y sin fallar a su cita ni una sola vez, hacía atronar por los altavoces los descomunales punteos de Mark Knopfler en el final de "Sultans of Swing" incluido en el album "Alchemy" de su banda Dire Straits. Las luces bajas y los acompasados aplausos del público que se escuchan en el disco eran el preludio para una verdadera estampida de guitarristas en ciernes que, tan pronto empezaban a descolgarse las primeras notas del "solo" final, nos retorciamos por la pista imitando a nuestro ídolo con esa postura típica a medio camino entre la masturbación zurda y el diestro rascado genital que no puede faltar cuando de emular a un guitarrista se trata.

¿Quién no ha fantaseado con desvariar sobre las cuerdas de una guitarra Gibson o de una Fender ante un público entregado a tus dedos y a tu agilidad con la púa? Para cualquiera que ame la música en general y el rock en particular, esa imagen es un sueño hecho realidad. Yo, sin duda, que lo único que puedo hacer con una guitarra es emular lo que Paul Simonson hacía con su bajo en la portada del "London calling" he tenido esa visión en mi imaginación innumerables veces. Los que comento continuación no solo lo imaginaron sino que, además, y para nuestro eterno disfrute, convirtieron su sueño en realidad. Ni mucho menos están todos los que son, por lo que, obviamente, se admiten sugerencias.


JIMI HENDRIX: Capáz de convertir una ranchera en un bloque de puro rock, el trípode zurdo es la maquina más perfecta de tocar la guitarra que ha pasado por este mundo. Sus temas propios son clásicos imperecederos de la música y sus incendiarias versiones de temas ajenos, como el adrenalítico "Johnny B. Goode", estaban a la altura y, en muchas ocasiones, superaban a los originales. No logró llegar a los treinta años y eso es algo que siempre lamentaremos los amantes de la música.

JEFF BECK: Mi primer contacto con el larguirucho ex-guitarrista de los Yardbirds fue a través de la grabación de un concierto conocido como "The secret policeman's concert", en el que junto a artistas como Sting o Phil Collins, el guitarrista inglés más inclasificable de la historia (su música es ¿jazz? ¿blues? Tal vez, ¿heavy metal?) se comía crudo a "partenaires" del calibre de Eric Clapton. Dotado de una técnica asombrosa, Beck es como el Guadiana: aparece y desaparece de la escena musical cuando y como le parece oportuno y colabora con quién le apetece sin importarle un pimiento la industria. Un clásico.

PHIL MANZANERA: En los discos de Roxy Music, la banda que lideraba junto a Bryan Ferry, la calidad del artista londinense quedaba algo tapada por el cuidado envoltorio instrumental con el que Ferry insistía en cubrir sus canciones, pero en directo, la cosa era muy distinta y Manzanera aprovechaba los largos desarrollo instrumentales de temas como "If there is something" o "My only love" para sacar su lado más pirotécnico y deslumbrante. Es cierto que su movilidad sobre el escenario rivalizaba con la de los árboles en el prado, pero cuando sacaba su púa a pasear, Manzanera no tenía rival en el segmento pop-rock en el que Roxy Music se movía como pez en el agua.

SLASH: Sí, ha colaborado con Marta Sánchez y durante los últimos años, su aportación a la historia de la música es equiparable a la de Melody. Pero, desde mediados de los ochenta hasta principios de los noventa, el guitarrista de Guns and Roses fue, tal vez, el más grande. Técnica, energía y una imagen impactante se unieron para dar a luz a todo un icono del rock de los noventa de cuya imaginación surgieron temas clásicos del rock como "Paradise City", "Welcome to the jungle" o "You could be mine". Al menos, ha tenido la dignidad de no participar en la patética reaparición de la banda que el desquiciado Axl Rose se sacó de la manga el año pasado.

CARLOS SANTANA: Siempre se ha dicho que la forma de tocar la guitarra de Prince es una clara influencia de Hendrix. Pero en realidad, basta con ver una actuación del mejicano Carlos Santana para ver que, en realidad, el enano de Minneapolis ha escuchado mucho "Oye como va" o "Samba pa'ti". Por si no fuera suficiente con tocar como los ángeles, Santana además ha sido un pionero incontestable en la fusión de estilos y sus composiciones saben a azúcar, bourbon y Cherry Coke. Prolífico como pocos, lleva más de cuatro años sin sacar nuevo trabajo y sus admiradores empezamos a inquietarnos. ¿Se le habran acabado sus estrellas invitadas?

REEVES GABRELS: Mi pequeña debilidad y probablemente el miembro más discutible de este selecto grupo de virtuosos. Cuando el genial David Bowie decidió a principios de los noventa fundar su efímera banda de hard rock , Tin Machine, todo el proyecto pivotó sobre este sobrio y encorbatado duendecillo que sacaba chispas de su guitarra en lugar de notas. Su modo de tocar agresivo y distorsionado, a un paso del ruido, contrastaba con su hieratica presencia que, en ocasiones, devoraba a todo un animal escénico como Bowie. Si alguien no conoce el magistral album de debut de la banda, de homónimo nombre, que corra a por él; tiene ahí una buena oportunidad de conocer a uno de los artistas más sorprendentes e inclasificables de los noventa.

lunes, 4 de enero de 2010

La pregunta del millón


Kurt Westergaard estuvo a punto de morir hace menos de dos días. Un joven somalí, armado con un hacha de considerables proporciones logró colarse en el interior de su domicilio e intentó asesinarlo al grito de "sangre y venganza". Afortunadamente, Westergaard logró refugiarse en la cámara acorazada instalada en su baño y, tras contactar con la policía (que logró finalmente reducir a disparos al agresor), salvar su vida.

Es muy posible que el nombre de Kurt Westergaard no diga nada a mucha gente. Pero si decimos que es el dibujante que en 2005 revolucionó a miles de musulmanes por unas caricaturas de Mahoma realizadas por él para el diario danés "Jyllands Posten", es más fácil ubicarlo. Cuatro años después cuando casi nadie se acuerda de aquel lamentable hecho en el que la libertad de expresión retrocedió varias décadas para alegría de los islamistas más radicales, Westergaard aún permanece en el punto de mira y de no ser por las medidas de seguridad que el gobierno danés le facilitó, el dibujante, cuyo único delito fue hacer uso de una libertad que ha costado siglos conseguir, sería carne fileteada en el pasillo de su propia casa.

No sería la primera vez, también es cierto. El polémico periodista y cineasta Theo Van Gogh, que dirigiera en 2004 el cortometraje "Sumisión", sobre el papel de la mujer en el Islam, fue asesinado en pleno centro de Amsterdam hace tres años por un integrista que tras derribarlo de su bicicleta con varios disparos de su pistola, lo acuchillo en repetidas ocasiones, lo degolló hasta el hueso y no contento con eso, le clavo un cuchillo en el corazón dejando sobre el cadáver una carta de varios folios llena de amenazas y apocalípticos augurios para "los no creyentes".

Uno puede escribir un libro en el que se diga que, en realidad, Jesucristo y sus Apóstoles son el precedente más antiguo de los Village People o dirigir una película en la que aparezca la Virgen María practicando el onanismo y, a lo más que se arriesga, sin ser poco, es que le censuren la obra. Sin embargo, cuando del Islam se trata, una mancha en la delicada sábana de sensibilidad que rodea a los más extremistas puede suponer tu decapitación o que la embajada de tu país, a miles de kilómetros, salte por los aires. Y no solo hoy, o cuatro años después, como es el caso de Westergaard. Un acto de este tipo condena al "culpable" a permanecer en perpetua guardia y vivir hasta el fin de sus días con un cuchillo colgando sobre tu cabeza. Salman Rushdie puede dar buena cuenta de ello.

¿Es admisible que la sensibilidad de un grupo religioso sea la vara a través de la cual todo Occidente mida su derecho a expresarse libremente? ¿Puede un sector extremo de una fe o una opinión política determinar qué es o qué no es merecedor de la muerte y actuar en consecuencia? ¿Puede alguien en su sano juicio pensar que, en realidad, Rushdie, Van Gogh o Westergaard, tienen lo que se merecen por haberse metido con la gente equivocada? ¿Vamos a pensar, de verdad, que al final los rodillazos en la nariz son agresiones nasales a la rodilla? Creo que la respuesta a esto es la misma que recibió Theo Van Gogh de su asesino cuando, mientras la vida se le escurría por su cuello cercenado, le preguntó si no era posible sencillamente que discutieran sin más sus diferencias.