Me da reparo confesarlo. Preferiría disponer de más "glamour", ser más exquisito y sibarita en mis gustos y poder decir que, en el ámbito culinario, lo que me hace perder la razón y extraviar la mesura y el decoro es el jamón de pato, el caviar iraní o la trufa natural, pero, lamentablemente (o no) me temo que por ahí no van los tiros.
En el tema del condumio, la verdad es que no hago extraños a casi nada (salvo a los pimientos y a los flácidos, viscosos y detestables espárragos) y, en mi presencia, resulta evidente que la anorexia está lejos de ser mi punto flaco. Tan pronto empaqueto un buen solomillo de ternera como una rodaja de atún rojo y me declaro admirador a morir de las buenas materias primas, bien cocinadas y si es posible regadas con buenos caldos de la tierra. No soy, en definitva, el tipo indicado para invitar a comer a final de mes; pero hay un atajo para hacerlo y no tener que hipotecarse por ello: una (o más, pero con una, serviría inicialmente) barra de ese sencillo, tradicional y delicioso embutido catalán llamado fuet y, por lo que a mi respecta, al resto de alimentos les pueden dar bien con la puerta en las narices.
En general mi cuerpo detecta su punto sin retorno: esa última patata cuya ingesta conducirá directamente al ardor de estómago, ese vaso de vino que marca la diferencia entre el patán y el alegre anfitrión... Todos ellos son detenidos a tiempo por un sistema defensivo bien engrasado (nunca mejor dicho) y con acreditada experiencia en la materia. Pero el fuet, como una Lisbeth Salander alimenticia cualquiera, sabe burlar con exasperante habilidad todos los mecanismos de defensa, convirtiéndome en un adicto en cuyo vocabulario la expresión "una más y se acabó" carece del menor significado.
Tengo por este manjar una fijación inquietante y enfermiza que se ve incrementada, además por esa puñetera costumbre que tienen la mayor parte de las casas que lo distribuyen, de comercializarlo en paquetes de dos unidades, con lo que todo, resulta doblemente difícil. Pasar por la cocina a poner la lavadora o a beber agua implica ineludiblemente soltarle un mandoble a la barrita de fuet correspondiente y no sé si sera casualidad, pero los días en los que servidor o, en su caso, la señora Winot, vuelve del supermercado con dicho manjar (cuatro de cada tres días, para ser exactos y ahí está la instantánea tomada hoy mismo en nuestra cocina que acompaña esta entrada para acreditarlo) toda la actividad del hogar, repentinamente, gravita sobre la cocina y sus tesoros escondidos. Es desnudarlo de su mortaja de plástico y separar la argolla de metal que acredita su curativo ahorcamiento y el cuchillo parece cobrar vida propia, repartiendo mandobles a diestro y siniestro hasta que del robusto cuarto de kilo sólo queda un cordelito que parece preguntarse aquello de "¿qué tengo yo que mi amistad procuras?" y que con muy distinta intención, imagino, escribiera Lope de Vega hace unos cuantos siglos.
Hace poco escuché en la radio que estaba comprobado que el consumo de fuet aumenta la vitalidad, estimula el optimismo y mejora el buen humor. Por si no tenía suficiente, ahora además, tengo una excusa. Mal asunto.
En el tema del condumio, la verdad es que no hago extraños a casi nada (salvo a los pimientos y a los flácidos, viscosos y detestables espárragos) y, en mi presencia, resulta evidente que la anorexia está lejos de ser mi punto flaco. Tan pronto empaqueto un buen solomillo de ternera como una rodaja de atún rojo y me declaro admirador a morir de las buenas materias primas, bien cocinadas y si es posible regadas con buenos caldos de la tierra. No soy, en definitva, el tipo indicado para invitar a comer a final de mes; pero hay un atajo para hacerlo y no tener que hipotecarse por ello: una (o más, pero con una, serviría inicialmente) barra de ese sencillo, tradicional y delicioso embutido catalán llamado fuet y, por lo que a mi respecta, al resto de alimentos les pueden dar bien con la puerta en las narices.
En general mi cuerpo detecta su punto sin retorno: esa última patata cuya ingesta conducirá directamente al ardor de estómago, ese vaso de vino que marca la diferencia entre el patán y el alegre anfitrión... Todos ellos son detenidos a tiempo por un sistema defensivo bien engrasado (nunca mejor dicho) y con acreditada experiencia en la materia. Pero el fuet, como una Lisbeth Salander alimenticia cualquiera, sabe burlar con exasperante habilidad todos los mecanismos de defensa, convirtiéndome en un adicto en cuyo vocabulario la expresión "una más y se acabó" carece del menor significado.
Tengo por este manjar una fijación inquietante y enfermiza que se ve incrementada, además por esa puñetera costumbre que tienen la mayor parte de las casas que lo distribuyen, de comercializarlo en paquetes de dos unidades, con lo que todo, resulta doblemente difícil. Pasar por la cocina a poner la lavadora o a beber agua implica ineludiblemente soltarle un mandoble a la barrita de fuet correspondiente y no sé si sera casualidad, pero los días en los que servidor o, en su caso, la señora Winot, vuelve del supermercado con dicho manjar (cuatro de cada tres días, para ser exactos y ahí está la instantánea tomada hoy mismo en nuestra cocina que acompaña esta entrada para acreditarlo) toda la actividad del hogar, repentinamente, gravita sobre la cocina y sus tesoros escondidos. Es desnudarlo de su mortaja de plástico y separar la argolla de metal que acredita su curativo ahorcamiento y el cuchillo parece cobrar vida propia, repartiendo mandobles a diestro y siniestro hasta que del robusto cuarto de kilo sólo queda un cordelito que parece preguntarse aquello de "¿qué tengo yo que mi amistad procuras?" y que con muy distinta intención, imagino, escribiera Lope de Vega hace unos cuantos siglos.
Hace poco escuché en la radio que estaba comprobado que el consumo de fuet aumenta la vitalidad, estimula el optimismo y mejora el buen humor. Por si no tenía suficiente, ahora además, tengo una excusa. Mal asunto.