martes, 30 de octubre de 2007

Difuminando colores

El escritor irlandés Roddy Doyle ha creado una serie de magníficas obras que comparten el gusto por las historias más cotidianas de su país, llenas de familias numerosas de clase media a un paso de la baja, trabajadora, con tendencia al extremo, más amiga del exabrupto que de la decisión meditada. Gente que toma siempre una cerveza más de la cuenta, de gustos sencillos en vidas complejas en las que el peso de los peniques es mucho mayor que el de las libras. Y que, no por eso, dejan de mirar las cosas del día a día con un cristal especial que les permite tamizar sus vivencias, sacando lo mejor de cada pequeña alegría y difuminando el negro hasta convertirlo en un gris o, incluso en un blanco sucio.

Esta habilidad para borrar hasta hacerlas casi imperceptibles las fronteras entre el drama y la comedia, el llanto y la carcajada alcanza su máxima expresión en la espléndida "La mujer que se daba con las puertas", una de las pocas novelas del irlandés que aún no ha sido llevada al cine (Antes lo hicieron y con bastante éxito, por cierto, "The Commitments", "La furgoneta" o "Café irlandés"). Lograr que un tema tan delicado y susceptible de vanalizar a través de los extremos como el de los malos tratos sea tratado con rigor y sentido común, está al alcance de unos pocos. Iciar Bolliaín lo logró en el cine con "Te doy mis ojos" y Roddy Doyle alcanzó idéntico registro para la letra escrita con esta novela.

"No me gusto demasiado, pero ya no estoy segura de ser una estúpida". De tan breve pero acertada manera se define la protagonista del libro, Paula Spencer, en las primeras páginas de la novela. Casada con Charlo Spencer desde su más temprana juventud, ronda en la actualidad los cuarenta años, "si le dan un espejo, algo de maquillaje y media hora, consigue parecer una treintañera. Si se la ve recién levantada parece que tiene cincuenta". Trabaja como asistenta desde hace años y es madre numerosa. La vida no le ha dado grandes oportunidades y las que le ha dado, ha preferido obviarlas o, en su caso, retrasarlas. Sin embargo, es razonablemente feliz. Disfruta de su marido que la adora, de sus hijos y de las pequeñas cosas que en su sencilla vida le iluminan el camino. Hasta que empieza a caerse por las escaleras con rara facilidad. Y a golperarse con las puertas en la cabeza. Y a pillarse los dedos con los cajones de la cómoda. Y a apagarse los cigarrillos en las palmas de las manos. Y a perder el pelo a manojos. Éstas y otras razones son las que esgrime Paula en las urgencias de los hospitales para justificar las hemorragias, los cardenales, los huesos astillados, el cabello arrancado. Como queda claro casi desde el principio, obviamente las razones de tantos percances no residen en la falta de equilibrio de Paula, ni en su torpeza ni en el champú que utiliza. Lo que tan claramente aparece para el lector, es oscuridad absoluta para su entorno. "El médico ni me miró siquiera. Me examinó por partes, pero sin verme nunca entera. Ni siquiera me miró a los ojos".

La curiosa estructura escogida por el escritor irlandés, que cuenta la historia de Paula intercalando su presente con su pasado permite que la obra no sea un catálogo de monstruosidades y que la violencia gráfica explote sólo de manera esporádica aunque con una crudeza terrible. La novela se vertebra a partir de la muerte de Charlo, abatido a tiros por la policía tras un robo perpetrado por éste. Alrededor de este tronco central y de sus consecuencias, Doyle enrosca con habilidad una multitud de historias del pasado de los protagonistas que sirven de base a los acontecimientos del presente y que permiten entender las motivaciones de los actos que se producirán en el futuro. No hay un orden en estas historias, saltan de modo anárquico de la infancia a la adolescencia y de vuelta en la infancia otra vez. Eso permite que, en todo momento, la lectura sea una aventura y no sea posible imaginar qué viene a continuación. Igualmente, esta estructura cerrada pero desordenada, permite pasar de momentos verdaderamente tronchantes (el primer encuentro entre Paula y Charlo) a escenas que se gravan a fuego en la memoria por su terrible crudeza (las visitas de Paula a los médicos, su paulatino hundimiento en la culpa, la descripción de sus años en el instituto).

El desarrollo de los personajes es modélico y si, por supuesto, es el de Paula el más rico y detallado, Doyle dedica tiempo y esfuerzo para no caer en los tópicos ni en el retrato de los niños ni en el del brutal Charlo. Pero, como he comentado, es Paula el gran hallazgo de esta obra. A lo largo de las poco más de trescientas páginas de la novela, la inmensa presencia del personaje lo empapa todo. La sentimos respirar, amar, odiar, sangrar. Nos reímos con ella, lloramos con ella. Entendemos sus miedos ("Pasaban meses sin que sucediera nada, pero la amenaza se cernía siempre en el horizonte. Como una promesa"), compartimos sus momentos de felicidad ("Dejé de ser una cualquiera el día que bailé con Charlo Spencer") y asistimos al terrible desarrollo de su desgracia que inicia el vuelo desde la autoinculpación ("Él lo era todo, yo no era nada. Le provocaba. Yo era una estúpida"), pasando por la desesperación ante la ceguera general ("Les habría contado todo. Sólo tenían que llevarme detrás de la cortina, sólo tenían que hacerme la pregunta adecuada"), la muerte como persona ("Esa era mi vida. Recibir una paliza, esperar una paliza. Recobrarme. Olvidarlo todo") y la resurrección en una nueva ("No sé distinguir lo cercano de lo distante. Un día me casé. Otro le eché de casa. Ocurrió entre medias. Eso es todo").

Si fuera Ministro de Educación, incluiría esta obra en la nueva y polémica asignatura de Educación para la Ciudadanía, como óptimo medio para controlar la lacra de los malos tratos y para aprender una serie de conceptos como la honestidad, la valentía, el esfuerzo o el coraje, de escaso calado todos ellos en la sociedad que nos ha tocado vivir. Como no lo soy ni pretendo serlo, me conformo con dedicarle esta lineas a esta novela valiente y necesaria como pocas. A ver si cunde el ejemplo.

miércoles, 24 de octubre de 2007

El que calla y observa


Las imágenes han recorrido las televisiones de todo el país durante los últimos dos días. La agresión verbal y física de un cafre analfabeto a una menor de origen sudamericano en el metro de Barcelona ha estremecido a quienes lo hemos visto por su gratuita y escalofriante violencia, convirtiéndose en caldo de cultivo para innumerables comentarios, artículos y tertulias de todo tipo. Por si fuera poca noticia en sí misma, la justicia, una vez más, no ha estado a la altura y, ayer por la tarde, el agresor, que había sido detenido el pasado viernes, quedaba en libertad por incomparecencia del fiscal de guardia al acto de declaración. Para poner el lazo mediático a los hechos, todos los implicados en los acontecimientos han compuesto una sinfonía de despropósitos y exageraciones de difícil explicación que incluyen lindezas tales como la invitación a linchar al agresor que recorre Internet (?), el rasgado de vestiduras que se ha producido en Ecuador y que ha llevado al Ministro de Asuntos Exteriores de aquel país a viajar al nuestro para consolar y apoyar a la pobre chica (??) o la comparecencia hoy en rueda de prensa del Ministro de Justicia para comunicar la inmediata detención del agresor (???).

Con todo y con eso, existe un aspecto de los hechos de los que nadie habla y que resulta, desde mi punto de vista, bastante reprobable cuando no simplemente repugnante. Un comportamiento quizás no tan llamativo como el llevado a cabo por el agresor, pero, quizás, más tenebroso e indignante. Me estoy refiriendo al que calla y observa. Al principio, la ira que generan las imágenes no nos permiten reparar en su presencia, pero el bombardeo mediático reduce el impacto de lo emitido y es entonces cuando le vemos. Agazapado, en la parte inferior de la imagen, observando, callando, escuchando, presenciando una agresión. Y no moviendo un músculo. Ni un gesto, ni un amago de acto voluntario. Nada. Sencillamente nada. Cerrar la puerta al monstruo con la esperanza de que, una vez abierta, ya no esté esperando.

El escritor Ambrose Bierce decía que un cobarde es un hombre cuyo instinto de conservación funciona con normalidad. Es posible. Y eso le permitirá, probablemente, vivir mucho más tiempo que el que no comparte esa condición. Lo que no sé es si lo hará con tranquilidad de espíritu. Hay que tener unas hechuras especiales y con mucha holgura para presenciar unos hechos como los ocurridos en el metro de Barcelona y seguir adelante como si nada hubiera pasado. El miedo es libre y ataca cuando menos lo espera, pero ese que calla y observa no tiene miedo. Si lo tuviera, transmitiría nerviosismo, malestar. Posiblemente, de ser presa del pánico, saldría huyendo del vagón sin mirar atrás y haciendo crecer segundo a segundo la distancia con la fuente de su miedo. Sin embargo, esta persona no se mueve. No pestañea. Se limita a mirar para otro lado, haciendo tiempo. Y cuando vuelve su mirada a los hechos que se están produciendo, su expresión y su actitud no han variado un ápice. Parece casi molesto, como si le fastidiara comprobar que el ataque no ha concluido. No existe el miedo. Lo que se desliza allí es una cobardía ruin y repugnante, que no conoce límite ni mesura. Una cobardía superlativa que, comparada con la violencia del agresor difumina sus diferencias hasta la confusión

Puedo entender, con una arcada en la boca, que una pandilla de botarates alcoholizados y violentos puedan generar temor en quien presencie en soledad hechos similares. Pero es incomprensible que, cuando es uno el agresor y uno ( o más) los que observan, no exista el coraje suficiente para hacer un gesto, un movimiento, una voz, una llamada al orden que evite el escarnio gratuito de otra persona. De haber sido él la víctima, lo hubiera agradecido.

viernes, 19 de octubre de 2007

Luz tras la puerta


La escasez de talento, el sometimiento de los principios y los programas a las reglas del juego económico y empresarial, así como la ausencia de un concepto unificador que acabara con los jurásicos conceptos de izquierda y derecha han llevado al que suscribe a votar en blanco desde hace ya bastantes convocatorias electorales. Si bien ejercer esta opción para manifestar una sólida disconformidad contra nuestros políticos así como un apoyo incondicionado al sistema es tan eficaz como lo sería un sifón frente a un incendio forestal, no he podido por menos que agarrarme a este clavo como última esperanza antes de despeñarme por el acantilado de la abstención.

A tan precario equilibrio me han conducido los rancios aires de corrupción de Felipe González, las sangrientas payasadas bélicas de José María Aznar y el mundo feliz sin terroristas ni tensiones nacionalistas en el que vive José Luis Rodríguez Zapatero. Dicen que un líder es aquel que sin ser inteligente, sabe rodearse de gente que sí lo es. Desgraciadamente, tampoco es nuestro caso y por cada Nicolás Redondo Terreros surgen tres o cuatro Pepe Blancos. Como le ocurría a Heracles con la hidra mitológica de Lerna, cortas la cabeza de un Rodrigo Rato y aparecen un Acebes y dos Moratinos. Como puede entenderse, un panorama desolador, una inmensa nada, un puerta a la esperanza cerrada a cal y canto.

Afortunadamente, desde hace unas semanas, parece existir vida al otro lado del muro y un brillo ilusionante se cuela por las rendijas gracias a la nueva iniciativa política que están dando forma, entre otros, Rosa Díez y Fernando Savater y que responde al nombre de Unión, Progreso y Democracia o, lo que es lo mismo, UPD. Reconozco que mi admiración hacia Savater, una de las cabezas mejor amuebladas del país, ha sido un elemento capital para acercarme a esta iniciativa. Aunque también matizo que, de no haber encontrado las ideas, propuestas y planteamientos que están recogidos en su manifiesto fundacional, no hubiera pasado de ser una anécdota más en la trayectoria del filósofo y escritor vasco.

A través de UPD, se pretende dar salida a aquellos que, como yo, abominamos de los cajones estancos de los que no se puede salir sin riesgo a perderlo todo. Para esta embrionaria formación, es perfectamente posible apoyar una educación pública laica en la que ni se enseñe una religión única ni se den clases de ateísmo o agnosticismo y, al mismo tiempo, estar radicalmente en contra de la negociación con ETA. No es incompatible ser un defensor del matrimonio homosexual y estar en contra de la manga ancha para los nacionalismos separatistas. Considerar que el partido que obtiene más votos en unas elecciones sea el que, ineludiblemente, debe formar gobierno no es una cara distinta del que considera necesaria una reforma del Senado para que efectivamente sea una cámara de representación territorial y no un local con piscina. Escandalizarse cuando nuestra política internacional se aleja de la Bahía de Hudson y pone proa hacia el Caribe no implica que aplaudamos las matanzas en Irak ni obstaculiza el ser contrario a las guerras petroleras sin otra razón de ser que sacar tajada económica.

En cierto modo, UPD pretende hacerse con el hueco que, en su momento, ocupó la UCD o el efímero CDS. Como si nuestro país fuera el Mar Rojo, Savater y los demás componentes de UPD pretenden transitar por la ancha senda del justo medio que han labrado con sus escoramientos a derecha e izquierda los dos principales partidos políticos. Como dicen en su impecable manifiesto fundacional "a nosotros nos gustaría ser capaces de aprovechar los elementos positivos de unos y de otros (los de la derecha y los de la izquierda) , pero sin tener que cargar con sus prejuicios y resabios reaccionarios, que existen en los dos campos. No denunciamos que los partidos actuales lo hagan todo mal, sólo señalamos que ninguno lo hace tan bien como para que debamos renunciar a buscar alguna alternativa mejor".

Ilusionantes palabras. Brillantes ideas. Sólidas propuestas. Ignoro en qué quedará este proyecto y si el apoyo de los electores le permitirá llevarlas a cabo o, al menos, defenderlas en el Parlamento, pero, cuando casi el 25% del censo electoral de un país prefiere permanecer en casa el día en el que se decide quién va a manejar las grandes magnitudes políticas, sociales y económicas de su existencia durante los próximos cuatro años, es evidente que el pozo se agota y es imprescindible encontrar nuevas fuentes de aprovisionamiento. Si no son puertas, que, al menos, sean bisagras. Nos irá mucho mejor que con las actuales.

lunes, 15 de octubre de 2007

Una película española


El aplauso suele ser el colofón de la mayor parte de las manifestaciones artísticas. Surge casi de manera espontánea tras una buena representación de teatro, una función de ópera especialmente memorable o un concierto musical de marcada calidad. Sin embargo, el cine no suele disfrutar de tan gratificante epílogo. Probablemente, el hecho de que el artista o artistas implicado en una película no estén presentes al finalizar la obra y no puedan disfrutar de tan afectuosa muestra de agradecimiento, así como el carácter enlatado de las películas, tan lejano de la inmediatez que tiene la representación "en directo", hacen que, habitualmente, encendidas las luces de la sala, el único modo de saber el grado de satisfacción de los espectadores tras la proyección, sea escuchar sus comentarios a la persona o personas que han compartido con ellos la experiencia.

Sin embargo, en ocasiones, se produce el milagro y el grado de conexión entre lo que muestra la pantalla y los asistentes a la proyección es tal, que la ovación, inesperada e inexorable, nace apenas comienzan los títulos de crédito. En mis ya considerables años de amante del cine, puedo contar con los dedos de una mano, las veces en las que he presenciado algo así. A primera sangre y sin afan de exhaustividad, recuerdo haber vivido ovaciones esplendorosas tras la proyección de "Cadena perpetua", "La vida es bella", "Spiderman", "El fugitivo" y "Los puentes de Madison". Pocas más, la verdad. No es necesario que sean obras maestras indiscutibles. Algunas los son, como la última mencionada, pero en general, se tratan de autenticas redes de sensaciones que atrapan de manera especial por el carisma de los personajes, la emoción de sus aventuras o la intensidad de sus sentimientos. Desde ayer, "El orfanato", de Juan Antonio Bayona se ha incorporado a tan selecto club de ovacionadas.

Laura (una Belén Rueda superlativa, inmensa, apabullante) regresa al orfanato donde pasó su infancia. La acompañan su marido, Carlos (Fernando Cayo) y su hijo, Simón (Roger Príncep) con la idea de crear una residencia para niños con deficiencias. La aparición de Benigna (Montserrat Carulla) una misteriosa mujer que parece conocer mucho de la vida de la familia, precipita los acontecimientos y, de modo sorpresivo, Simón desaparece sin dejar rastro, para desesperación de Laura y Carlos. Cuando las explicaciones naturales de los hechos pierden fuerza, se abren paso las sobrenaturales y algunos hechos acontecidos hace años en el orfanato parecen ganar puestos como causas de la desaparición de Simón.

La película de Bayona bebe, obviamente, de muchas fuentes. Se aprecian ecos de "Al final de la escalera", "Los otros", "La guarida", "The dark", "Frágiles" o "Suspense". Algunos han criticado por este lado la película, acusándola de refrito de tópicos del género, sin darse o sin querer darse cuenta de que tampoco Amenabar creó nada nuevo con "Los otros" ni Balagueró resolvió la cuadratura del círculo con "Frágiles". Bayona no ha vivido en Marte en los últimos años y, en este tiempo, ha visto cine (mucho, a tenor de la calidad de su propuesta), ha tomado datos, entresacado elementos y sobre ellos ha creado un plato en el que la calidad de los ingredientes, la exactitud en la medición de sus cantidades y un toque personal, convierten "El orfanato" en un manjar de primera magnitud.

La labor de Bayona tras las cámara es soberbia, elegante, precisa, con alguna concesión a la galería a través de innecesarios pero eficaces golpes de efecto, pero, en general, con un concepto del ritmo y la tensión verdaderamente sorprendente en una ópera prima. El manejo de las atmósferas inquietantes (la impecable secuencia con Geraldine Chaplin, Laura intentando ponerse en contacto con los espíritus a través de un juego infantil) y la maestría en el control de los resortes tradicionales del género (la aterradora primera aparición del niño del saco o la secuencia de Laura y Benigna en el cobertizo) acreditan la aparición de un talento especial en nuestro páramo cinematográfico que además cuenta con la ventaja de un guión modélico, compacto y perfectamente enlazado que ya hace diez años fue seleccionado para el Laboratorio de guiones del Instituto de Sundance y que viene firmado por Sergio G. Sánchez un nombre al que no conviene perder la pista y que a punto está de rematar "3993", un nuevo guión que ya prepara Guillermo del Toro.

En cuanto a los actores, es necesario detenerse aunque sea brevemente a ensalzar la labor de todos ellos. La interpretación de Belén Rueda es tan deslumbrante, tan llena de matices, tan arrolladora que eclipsa por completo a sus compañeros de reparto. Y sería injusto no comentar las excelentes interpretaciones de una recuperada y espléndida Geraldine Chaplin en un papel breve pero intenso y, especialmente, la de Fernando Cayo, impecable en su difícil tarea de comparsa y que aprovecha sus escasos minutos en pantalla para llenarla con su mirada comprensiva y desesperada que muta al escepticismo y el reproche con pasmosa facilidad. El jovencísimo Roger Prínceps en su primer papel para la gran pantalla, apunta maneras de gran actor que, espero, no se diluyan con la edad.

Sería una pena que esta espléndida película se archivara en el saco de las "españoladas" en el que mucha gente la ha metido sin ver un sólo fotograma. "El orfanato" es cine del bueno, que no tiene nada que envidiar a las películas que, actualmente, marchan por las carteleras de medio mundo. Efectivamente, es española. Desde el director, hasta el que enfría el botijo. Con actores españoles, montadores del sur del país, fotógrafo nacional y un realizador alumbrado en Barcelona. Y, por ser una magnífica película, hecha además en nuestro país la productora norteamericana New Line Cinema ha comprado los derechos sobre la misma cuando aún no se había estrenado. Si hay alguien al que esto le valga de acicate, bienvenido sea.

miércoles, 10 de octubre de 2007

Aficionados


No dejes que la realidad te estropee una buena noticia. Ésta parece ser la máxima que rige el día a día de muchos profesionales o, más bien, aficionados al periodismo. La voracidad informativa del público, hace que las noticias se sirvan, mucho antes de estar cocinadas, cuando ni siquiera han empezado a cuajar. Así y bajo el manto de la confusión, se disparan datos como si fueran misiles, con la esperanza de que alguno dé en el objetivo y poder apuntarse la victoria frente a la competencia, arañando, además, así un poco de audiencia. Por supuesto, de los daños causados con los que no hicieron blanco, nadie sabe nada, ni, por supuesto, quién fue el responsable. Si Jesucristo viviera en la actualidad, moriría lapidado si pidiera al que esté libre de culpas que tirara la primera piedra. Ejemplos de esto, los hay a racimos. Todos los días. Pero el que escuché ayer, me parece especialmente, despreciable.

Tras el nuevo atentado de la basura etarra, en el programa de Telemadrid que comanda la, imagino, periodista, Curri Valenzuela, se anunció al público, por parte de la susodicha y cuando ya concluía la emisión que el guardaespaldas del concejal socialista contra el que se había atentado, acababa de morir, tras debatirse entre la vida y la muerte. Dos minutos después y recién iniciado el telediario, el locutor daba noticia del atentado y aclaraba que el guardaespaldas se encontraba gravemente malherido. Hoy por la mañana, han emitido un vídeo en el que el mencionado escolta entraba por su propio pie en la ambulancia tras el atentado, rumbo al hospital, donde iba a ser intervenido. Ignoro si este hombre terminará muriendo como consecuencia del atentado o, por el contrario, le esperan años de felicidad junto a su familia, pero, lo que es un hecho es que alguien ha abierto la bocaza antes de tiempo.

Si yo fuera la mujer de este hombre (o su hijo o su madre o su amigo o su compañero de trabajo) y no me hubiera quedado en el sitio por la impresión de saber que Gabriel Ginés, que así se llama el escolta herido, había muerto en el atentado, para, posteriormente, quedar malherido y terminar dando un paseo hasta el hospital, si no me hubiera quedado en el sitio, como decía, cogería el teléfono del programa de la señora Valenzuela y le preguntaría si mereció la pena. Le preguntaría si con el anuncio de la muerte de mi marido (o de mi padre o de mi hijo o de mi amigo o compañero) subió un honroso puesto más en el listado de programas más visto y le ha proporcionado el liderato en su franja horaria. Le preguntaría si, de haber sido su marido, hubiera ella agradecido tener esa información y en el mismo orden que yo la tuve. Le preguntaría si contrastó la información o, sencillamente, se limitó a decir lo que la dictaban a micrófono cerrado. Si tuvo dudas, si, por un momento, pensó en el daño que podía hacer si esa noticia no era real, si tuvo que decidir entre noticia y realidad y optó por esta última. Le preguntaría, en definitiva, si es una profesional de la información o una simple aficionada. Y todo ello lo preguntaría sin tardar mucho, porque las cosas se olvidan con rapidez, diluyéndose sin darnos cuenta y luego nadie recuerda quién fue el culpable.

lunes, 8 de octubre de 2007

El heredero de la corona


Alexandre Desplat es, en la actualidad, el compositor de bandas sonoras más interesante del panorama internacional. Con John Williams superando holgadamente los setenta y cinco años y ante la desaparición de autores como Jerry Goldsmith o John Barry (aquél por fallecimiento, éste por retiro voluntario), el compositor francés se perfila claramente como sucesor en el trono de estos auténticos genios de la música para películas.

Su filmografía es breve y ecléctica. El compositor francés es capaz de tejer las redes musicales que acompañan las andanzas adrenalíticas de Bruce Willis en la reinvindicable "Hostage" y, en un vertiginoso giro, sumergirse en el Renacimiento y dar colorido a los grises amoríos de Heath Ledger en la fallida y atontada "Casanova". Mundos opuestos en los que late una vena común: las ganas de aportar algo fresco con un humilde respeto a lo ya escrito. En su música hay pinceladas de Barry, de Jarre y un cierto gusto por las melodías delicadas y de cierta complejidad sin, por supuesto, excederse demasiado. En el caso de "El velo pintado", la extraordinaria película de añejo sabor que John Curran se sacó de la manga el año pasado, Desplat firma el que es, sin duda, su mejor trabajo hasta la fecha.

La banda sonora se llevó merecidamente el Globo de Oro el año pasado y aunque, incomprensiblemente no estuvo nominada al óscar en la última edición de estos premios, sí lo estuvo Alexandre Desplat con otra espléndida partitura, en este caso para "La Reina". Misteriosamente, la estatuilla no acabó en la mesilla de noche del francés y fue a parar a las estanterías del argentino Gustavo Santaolalla por su aburrida composición para la hueca y soporífera "Babel".

Desde "The painted veil", el primer tema del disco se aprecia que algo especial está a punto de suceder: los tonos étnicos parecen anunciar al plomizo James Horner, pero a los pocos segundos, una rápida aportación al piano que se repite sin cesar rompe la calma mientras Desplat desarrolla una melodía de una belleza extraña y exotica que entronca con las imágenes de comienzan a aparecer en la pantalla. Tras este maravilloso tema central , Desplat desgrana durante diez y ocho temas más una docena larga de melodías sinuosas que no tiene pudor en salpicar con épicos tonos de marcha al más puro estilo John Williams ("The water wheel") e, incluso, temas con cierto aire electrónico como la inquietante "Death Convoy".

Pero es sin duda en los momentos románticos cuando el francés da el do de pecho. De la mano del genial pianista chino Lang Lang, Desplat ofrece algunos cortes como "River waltz" o "Kitty's theme"que, sencillamente, cortan la respiración por su inusitada belleza. Por si fuera poco, el disco incluye una interpretación a cargo de Lang Lang de la Gnossienne nº 1 de Satie, de capital importancia en la película y que marca en cierta medida el tono de esta obra a descubrir.

martes, 2 de octubre de 2007

El demonio de Tasmania


Se llamaba Errol Leslie Thomson Flynn y, gracias al acierto de algún avispado agente, ha pasado a la historia del cine con el nombre de Errol Flynn y no como Leslie Thomson. Triunfó en la época dorada de Hollywood y, a pesar de ser australiano (de Tasmania para ser exactos), nadie encarnó como él al prototipo de hombre honrado, encantador, valiente y aventurero que tanto dinero dejó en las arcas de los estudios de Hollywood.

De naturaleza rebelde y agitada, marcó maneras desde sus primeros años, siendo expulsado de varios colegios por indisciplina en su Australia natal. Llegó incluso a ser escogido para representar a su país en los juegos olímpicos de Amsterdam, en 1928, pero no era capaz de aguantar disciplina alguna y no acudió a la convocatoria. En su lugar, se enroló en la tripulación de un barco y se dedicó a recorrer mundo, ejerciendo docenas de empleos de todo tipo y condición. Fue cocinero, capataz en una plantación de tabaco en Nueva Guinea, buscador de perlas, friegaplatos y encargado de una gasolinera entre otras muchas cosas. Su aterrizaje en Estados Unidos fue el punto de inflexión que marcó su existencia.

Debutó en Hollywood en 1935, de la mano de ue cazatalentos de la Warner que le sirvió en bandeja el papel protagonista de la mítica "El Capitan Blood", una apabullante película de piratas que lanzó al estrellato al por entonces veinteañero Flynn y que conmocionó las plateas de medio mundo. El público de la época no estaba preparado para semejante terremoto. Su físico demoledor y su personalidad aventurera y canalla, desbordante de carisma y encanto no encontró oposición entre los actores de la época y desde esa primera aparición y hasta que se retiró del cine, casi nadie logró hacerle sombra. De las cincuenta películas que rodó, doce fueron éxitos de campeonato ("Robin Hood", "Murieron con las botas puestas", "La carga de la brigada ligera"), se codeó con los grandes directores de la época que sacaron petróleo de su aire socarrón y aventurero y constituyo junto a Olivia de Havilland una de las grandes parejas cinematográficas de todos los tiempos. El público lo adoraba y, como decía su amigo, Irving Rapper, "tuvo el mundo entero en la palma de sus manos y no supo aprovecharlo".

Y no supo aprovecharlo, porque para él, solo había dos cosas importantes en la vida y una de ellas no era el cine. "El whisky me gusta viejo y las mujeres jóvenes", solía decir. Whisky y sexo, esos eran los motivos fundamentales por la que el australiano trabajaba. Algunas de las fiestas más salvajes y depravadas de la historia de Hollywood se produjeron en la famosa "House of pleasure", la casa que compartió con su amigo Clark Gable y en la que el actor y sus múltiples invitados eran invitados a beber y fornicar hasta el desfallecimiento. Habitaciones con cristaleras para no perder detalles de lo que ocurría en su interior, concursos de aguante sexual en los que al parecer al actor siempre salía triunfador y, por supuesto, el emblemático concierto de pene, en el que el actor utilizaba su miembro para aporrear las teclas de su piano y que Marilyn Monroe contó con todo detalle al escritor Truman Capote. Sus borracheras junto a gente como el mencionado Gable o el realizador Raoul Walsh eran antológicas, llegando al extremo, el día que murió el actor John Barrymore, amigo de correrías del actor y cuyo cadaver fue robado del depósito y colocado en el salón de Flynn por Walsh y sus ebrios amigos, "para que lo tuviera siempre cerca".Como es de imaginar, esa vida de excesos no era bien vista por los estudios. Sin embargo, el público seguía adorándolo. Ni siquiera cuando tuvo que hacer frente a varias denuncias por violación, de las que fue absuelto, sus admiradores le abandonaron.

El nunca se consideró actor. Trabajaba en el cine para pagar sus vicios y dar salida a su impetuoso temperamento no exento de vanidad, pero nunca se sintió parte de ese mundo. En consecuencia, siempre andaba fuera de las estrechas lindes de comportamiento que marcaban los estudios para sus estrellas. Mientras funcionó como máquina de generar ingresos, los estudios capearon el temporal de sus continuos excesos. Cuando la máquina se secó, dieron carpetazo y lo dejaron a la deriva. Realmente, nunca le molestó ese abandono por parte de aquellos a los que tanto dinero había hecho ganar. Hizo las maletas, montó en su yate y se dedicó durante sus últimos años a vagabundear por los mares, disfrutando de las mujeres y del alcohol (inyectaba vodka en las naranjas para que nadie pudiera recriminarle que bebiera desde el desayuno) hasta que un catorce de octubre de 1959 cayó fulminado por un ataque al corazón con tan solo cincuenta años. Cuando realizaron su autopsia, encontraron un organismo pulverizado por los excesos, propio de una persona de setenta años. Sin duda, nadie podrá decir que no aprovechó el tiempo.