Hace mucho tiempo, un buen amigo comentaba que en el ámbito de la política vasca era preferible tener delante a un simpatizante de ETA que a un miembro de la Iglesia. Al menos, decía, con el terrorista, sabes a que atenerte. Hoy, sus palabras no parecen haber perdido un ápice de actualidad a juzgar por las últimas declaraciones del Obispo de San Sebastián, Juan María Uriarte, que se ha despachado a gusto pidiendo "un trato humanitario para los derechos de los presos y de sus familiares".
Al parecer, los familiares de los asesinos de ETA, que pagan una irrisoria parte de su deuda con la sociedad ocupando celdas a lo largo y ancho de nuestra geografía, deben desplazarse varios cientos de kilómetros para visitar a sus hijos, padres o sobrinos, cortesía de la política de dispersión acordada hace años por el gobierno para evitar el desarrollo de núcleos de presión etarra en los centros penitenciarios del País Vasco. Según el prelado donostiarra, esta medida "política" hace "sufrir" a los familiares de los terroristas (cuya culpa en la gestación de los mismos, por otra parte, habría que dilucidar con detalle), además de costarles un dinerito que ya no podrán invertir, si así les place, en financiar a la banda terrorista, añadiría yo. Las insensateces del obispo han continuado en una cháchara enervante, equiparadora y sembrada de ambigüedades a la que no voy a dar ni un solo segundo más de publicidad gratuita.
Pero, resulta inconcebible en cualquiera, y mucho más en un hombre como el Obispo Uriarte, un hombre de Dios, cuya boca se empapa de continuo con palabras como misericordia, justicia o paz, que no parezca darse cuenta o, que de hacerlo, poco le importe, que resulta obsceno y despreciable colocar al mismo nivel a "unos y a otros", que no hay mayor desigualdad que tratar por igual a lo diverso y que no es comparable el viaje de los familiares de aquéllos que habitan en nuestro sistema penitenciario con el que realizan sus víctimas al cementerio, con la cabeza llena de plomo o el cuerpo despedazado en un saco fatigosamente remendado ni tampoco con el que hacen sus familiares a las tumbas que les cavaron para rendirles homenaje. De aquél, vuelven sonrisas, recuerdos, quizás consignas e instrucciones para completar una nueva fosa en el cementerio. Sin embargo, del periplo hacia la muerte, del trayecto al que los terroristas dan banderazo de salida con sus pistolas y sus bombas, y que los familiares de las victimas se ven obligados a seguir, nada regresa, salvo el dolor y la rabia inaudita de saber que no hay kilómetros en la tierra capaces de delimitar la senda mortal trazada por los asesinos y aquéllos que los justifican, equiparan o defienden.
Al parecer, los familiares de los asesinos de ETA, que pagan una irrisoria parte de su deuda con la sociedad ocupando celdas a lo largo y ancho de nuestra geografía, deben desplazarse varios cientos de kilómetros para visitar a sus hijos, padres o sobrinos, cortesía de la política de dispersión acordada hace años por el gobierno para evitar el desarrollo de núcleos de presión etarra en los centros penitenciarios del País Vasco. Según el prelado donostiarra, esta medida "política" hace "sufrir" a los familiares de los terroristas (cuya culpa en la gestación de los mismos, por otra parte, habría que dilucidar con detalle), además de costarles un dinerito que ya no podrán invertir, si así les place, en financiar a la banda terrorista, añadiría yo. Las insensateces del obispo han continuado en una cháchara enervante, equiparadora y sembrada de ambigüedades a la que no voy a dar ni un solo segundo más de publicidad gratuita.
Pero, resulta inconcebible en cualquiera, y mucho más en un hombre como el Obispo Uriarte, un hombre de Dios, cuya boca se empapa de continuo con palabras como misericordia, justicia o paz, que no parezca darse cuenta o, que de hacerlo, poco le importe, que resulta obsceno y despreciable colocar al mismo nivel a "unos y a otros", que no hay mayor desigualdad que tratar por igual a lo diverso y que no es comparable el viaje de los familiares de aquéllos que habitan en nuestro sistema penitenciario con el que realizan sus víctimas al cementerio, con la cabeza llena de plomo o el cuerpo despedazado en un saco fatigosamente remendado ni tampoco con el que hacen sus familiares a las tumbas que les cavaron para rendirles homenaje. De aquél, vuelven sonrisas, recuerdos, quizás consignas e instrucciones para completar una nueva fosa en el cementerio. Sin embargo, del periplo hacia la muerte, del trayecto al que los terroristas dan banderazo de salida con sus pistolas y sus bombas, y que los familiares de las victimas se ven obligados a seguir, nada regresa, salvo el dolor y la rabia inaudita de saber que no hay kilómetros en la tierra capaces de delimitar la senda mortal trazada por los asesinos y aquéllos que los justifican, equiparan o defienden.
Imagino que la posición de Juan María Uriarte, Obispo de San Sebastián, sería sensiblemente diversa a la que mantiene actualmente si los cargadores de las pistolas de los asesinos de ETA empezaran a vaciarse en las nucas de los párrocos de los pueblos y ciudades del País Vasco. Espero que su Dios nunca me permita confirmarlo, pero quizás entonces empezarían a distinguir entre quienes disparan y quienes reciben las balas, entre quienes merecen "cercanía y sensibilidad" y quienes justamente reciben el rechazo y el desprecio de la sociedad, en definitiva, la diferencia asombrosa que existe entre un largo viaje a seiscientos kilómetros y un trayecto sin retorno más allá de la existencia al que se ven abocados los muertos y quienes les llorarán para siempre.