Recorría los pasillos del supermercado con rapidez, saltando de un lado a otro sin que milagrosamente chocara con ninguna de las columnas de productos que flanqueaban los corredores del local. Sí, es cierto que sus gritos de alegría tenían un decibelio más de los necesarios y que, si no andabas fino era probable que estamparas tu sobrecargado carro contra su cabeza en cualquier esquina. Pero por lo demás, era un niño normal, tan activo, acelerado y feliz como cualquier otros chaval sano de unos cuatro años.
Durante su periplo por los laberintos del supermercado, no tuve nunca a mi vista al adulto que, presumía, acompañaba al acrobático jovenzuelo y reconozco que me llamaba la atención no escuchar aleatorios avisos de prudencia de los que los responsables de menores somos tan amigos. No volví a pensar en el tema hasta que unos minutos después el pequeño correcaminos apareció ante mis ojos, con el buen humor extraviado en algún pasillo, los gritos, ahora, superando holgadamente el umbral del dolor y sus cabriolas convertidas en convulsos espasmos encajonados entre las barandillas que conducen a las cajas. A su lado, una mujer alta lo sujetaba por la mano derecha sin mostrar el menor interés por lo que ocurría al final de aquel brazo que sostenía firmemente.
En algún punto del viaje, el equilibrio de poder entre niño y adulto debió romperse y aquél , ahora tomaba cumplida venganza, reclamando algo que supuse negado apenas unos segundos antes y que, por mucho que afiné el oído, me fue imposible descifrar. La mujer se mantuvo en su solemne silencio hasta que el niño comenzó a tirar de ella hacia la salida exigiendo en similar tono al usado hasta el momento "ir a casa". En ese instante y con sorprendente lentitud, la mujer giró sobre sus talones y se agachó hasta colocar sus ojos a la altura de los del chico . "Tú mismo", dijo sin alterarse un ápice, "si quieres, sal ahora y vete casa. Yo tengo que pagar la compra. Sólo te digo que ahí fuera acabo de ver un enorme vampiro". Ignoro que ideas se asociaron de inmediato en la mente del niño, pero mucho antes de que su acompañante recuperara la verticalidad, quedó inmóvil, agarrotado junto al carro y sin que volviera a oírsele una sola palabra, con los ojos abiertos de par en par y dilatados por el miedo.
No es justo juzgar a un padre o a una madre por un determinado comportamiento puntual que estimemos impropio o exagerado. Yo he cometido ese error en ocasiones y, ahora que la heredera nos alegra los días, he tenido que disculparme no pocas veces con aquéllos a los que sermoneaba desde la ignorancia. El potencial de deseperación que pueden provocar los niños es inabarcable. El llanto de un bebe o un comportamiento como el que acabo de describir pueden prolongarse durante horas y, en ocasiones, es difícil mantener firmes los estribos y no extraviarlos en el maremoto. Por eso, en realidad, no sé si hice bien cuando, al encontrarlos un poco más adelante esperando para cruzar un semáforo solté un buen pescozón a la amante de Drácula que le hizo trastabillar y soltar una de las bolsas que se desparramó con estrépito en la calle. Protegido por el aislamiento que, en materia musical, conceden las nuevas tecnologías no escuché sus más que seguros improperios mientras volvía a mi casa para achuchar un buen rato a mi pequeña princesa y, por si las moscas, esa noche dormí con un buen crucifijo al alcance de la mano. Padre prevenido, vale por dos.