En mi familia, Paul Newman siempre fue el novio de mi tía Maribel. Se le extraviaba la vista cuando hablaba de él y corría a casa cada vez que emitían una de sus películas por televisión, de lo que le informaba con un puchero de celos fingidos su marido que, incluso, le preguntaba si quería que se fuera a dar una vuelta, para que estuvieran más cómodos. Jamás llegó a conocerlo y, en realidad, de haberlo hecho, nunca nada hubiera pasado. Mi tía besaba por donde pisaba su marido y el gran Paul sólo tenía ojos para su adorada esposa, Joanne Woodward, con la que ha estado casado durante cincuenta años y hasta el mismo momento de su muerte, en uno de los matrimonios más estables de la historia del cine.
No es de extrañar que mi tía se rindieran a sus encantos. Como escribe Maruja Torres, Paul Newman era "guapo a morir". Y lo fue durante toda su vida, desde sus deslumbrantes treinta hasta sus interesantes setenta, sabiendo envejecer con dignidad y sin nunca pretender detener el tiempo. Mientras sus compañeros de generación permitían a sus cirujanos plásticos comprarse mansiones en las Bahamas, él se dedicaba a sus coches, a sus películas, a su mujer y a sus hijos, que tenían la suerte de contemplar cada día sus legendarios ojos azules, aquellos en los que, como decía su novia madrileña, "una se podría bañar toda la tarde".
Su filmografía es, tal vez, la más redonda de de entre las de sus contemporáneos. Resulta complicado encontrar una película que no esté a la altura. Muy al contrario, la mayoría son clásicos absolutos del cine, como "Marcado por el odio", "El largo y cálido verano", "Dos hombres y un destino", "El buscavidas"o "Veredicto final", entre otras. Tuvo que esperar a realizar uno de sus trabajos menos destacables en "El color del dinero" para que la Academia le otorgara el premio que llevaba años negándole, y se marchó del cine por la puerta grande, dosificando sus últimas participaciones en el cine hasta concedernos en su última interpretación un trabajo inconmensurable, apabullante y, nuevamente despojada de premios en esa pequeña obra maestra que es "Camino a la perdición", donde el novio de mi tía, con casi ochenta años y poco más de media hora en pantalla, logra deslumbrar con abrumadora energía.
Al final, al igual que le ocurrió hace muchos años a su ignorada novia española, el maldito cáncer le ha lanzado por la borda mucho antes de lo debido y, por supuesto, sin permitir que mi tía lograra su sueño de conocerlo. Quizás ahora que ambos están muertos y que comparten causa, pueda ella, finalmente, hacer esa foto con la que soñó toda su vida. Les deseo suerte a ambos de todo corazón.